LECTURAS


Indice

  1. La poesía de Juan Manuel Roca (por Hector Rojas Herazo)
  2. La poeta como heroína (Por Alicia Ostriker)
  3. Sharon Olds o la transgreción (Por Rosa Lentini)
  4. ¿Quien es Barnabooth? (por Alvaro Mutis)
  5. Recuerdo de Osip Mandelstan (por Ana Ajmátova)
  6. Leopoldo María Panero (por Túa Blesa)

La poesía de Juan Manuel Roca

   (Prólogo de Los cinco entierros de Pessoa,  publicado por Ediciones Igitur)

   El gran tema de la poesía es el retorno al paraíso. O sea el retorno a donde, más allá de cualquier contumacia nostálgica, nunca hemos estado. He ahí un misterio que, de hecho, es el misterio de nuestra propia condición. Esto podría explicarnos la textura mitológica de nuestra vida. Por alcanzar tan inexistente lugar, y serle fiel a esa perversa metáfora de la felicidad, el hombre ha soportado, y seguirá soportando, el desconcierto y el horror de sucumbir en el absurdo. La palabra, pues, es nuestra única compañía y nuestro supremo recurso de exorcización. Estimulada por ella, la inocencia (siempre la invencible, restañadora y entelerida inocencia) busca salvarnos, busca e incluso trata de inventar las claves que podrían contener el esclarecimiento de este viaje sin mitigación y sin término.

La poesía de Juan Manuel Roca viene de las puras cabeceras del hombre. De aquellas zonas manchadas por la primaria salpicadura de los instintos. Su palabra camina a tientas. No en vano ha encontrado en la invidencia uno de los símbolos de su peregrinaje. De los ciegos ama la tensa afinación de los sentidos, su destreza olfativa, su acechante disciplina para quedar en suspenso, oyendo y oyéndose, buscando rumbos entre los señuelos y susurros de su personal oscuridad. Es por ello que su palabra queda siempre enfrentada a los hijos de la noche: al insomnio y al miedo, de mayor sevicia -y aún más antiguos, irresponsables y malignos que los propios dioses -y tan inmersos en nosotros que ni siquiera podemos adivinar su procedencia. Tal vez sean los monstruos de nuestra sangre que, lúcida y periódicamente, nos vemos obligados a liberar para que tengan la oportunidad (o la implacable misión) de regresar a destruirnos.

Juan Manuel Roca ha alcanzado en este libro, de tan rigurosa unidad, a pesar de la distancia temporal en los temas que lo conforman, un abierto relato en que la poesía vuelve a otorgarnos el lujo (el único al que podemos aspirar, el único que merecemos) de hacernos escuchar el terror, la vesania y la música del mundo. Otra vez la flor y el niño, otra vez el susurro de los ángeles en la penumbra de la casa, otra vez el diálogo, siempre nuevo y siempre interminable, en el camino de los amantes. Y otra vez la esperanza y la angustia hermanados para degustar y repugnar, en un mismo paladar y un mismo infierno, el amargo jugo de sus raíces.

Cuando hablamos de un gran poeta -de cualquiera de esos escasos, alucinantes y desdichados testigos de la creación - hablamos de la poesía. Es el camino más corto, y la única oportunidad de que disponemos, para rozar, o siquiera husmear, el centro vivo de su misterio. Por eso sabemos que aquí, en este libro, no nos encontramos en un universo literario. Nos encontramos con la mano que acaricia, que trabaja, que roba, que asesina. O con el rostro desfigurado por las múltiples muecas de la traición, de la ternura, del envilecimiento. Pero la metáfora en Juan Manuel es siempre reflexiva y prudente. Nos a-compaña sin aliños, descalza, soslayando cualquier amago de patetismo. Nos acompaña y nos consuela. Primera y terminal condición del hombre que trabaja por el hombre.

Estas cualidades explicarían su forma de tratar la violencia. Nuestro país, la Colombia del expolio y la crucifixión aparece al fondo de la mayoría de estos poemas sin ninguna apelación abusiva. ¿Dónde está entonces la violencia? Está en los tonos del dolor, en el tecleo del sacrificio («Las plagas secretas» podrían ser un modelo antológico de esta actitud) en la insistencia para afilar la expiación convirtiéndola en una herramienta agresiva. Por primera vez la violencia es condenada por la cólera del poeta. Pero lejos de ofrecernos un documento circunstancial o político, que siempre (y más allá de cual- quier destreza discursiva) quedaría destilando un tinte de cartelismo, el poeta nos obliga a sufrir y respirar en nosotros mismos, en lo más ulcerado de nuestra conciencia, la lastimadura y el hedor de nuestro martirio colectivo. En la alacena del comedor está el aullido del moribundo, apelmazado como una funeraria levadura y untado como un revulsivo aceite, en las rodajas de pan. Yen el alambre del huerto está venteando el genocidio, que pudre y llena de orificios la ropa limpia acabada de colgar.

Toda esta conducta -embebida en un humor complejo, sedimentado en la piedad y luego retorcido y tostado en las ascuas de la lamentación -viene de la apretura histórica de que se nutre el poeta. Juan Manuel pertenece a la estirpe de los goliardos. Aquellos estudiantes (¿pícaros, cantores o guerreros?) que aprovechaban su errabundaje, entre los bloques de azufre de las catedrales góticas y las pestes del medioevo, para vendimiar sus uvas en las entrañas del demonio. De ellos le viene el rugido festivo, el irrespeto a las jerarquías, la cabriola bufonesca para desnudar, abrumándolo de irrisión, cualquier desafuero del poder o la costumbre. El ejercicio, en suma, de ejercitar su libertad. Más tarde entrará en fecunda camaradería con sus otros hermanos. Con Villon que lo hace partícipe -en sus andazas por crapulosas callejuelas, bordoneando la mandolina o la guzla o entrechocando las risotadas y obscenidades de los pordioseros o los compinches de prostíbulo- de la presencia altiva y justiciera de la muerte. Con Baudelaire, que le muestra la viscosa elegancia y le incita a aspirar el aroma cementerial de las ciudades. Y con Lautréamont, que lo pone en contacto con la majestad, la riqueza y el orgullo del estiércol. Con esto, simplemente, hemos querido recordar de dónde viene, qué nos enseña y hacia dónde se encamina la palabra de este gran poeta colombiano.

                                                                           Héctor Rojas Herazo

 
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Hilda Doolittle

 

La poeta como heroína*: aprendiendo a leer a H.D.

(Prólogo del libro Jardín junto al mar, publicado por Ediciones Igitur)

Aquellos que recuerden su nombre recordarán básicamente que fue descubierta por Ezra Pound y fue «la perfecta imaginista». Durante algún tiempo, en los años veinte y treinta, escribió poemas exquisitamente «fríos» y «cristalinos» en verso libre, principalmente de temática clásica griega, y poco después se la perdió de vista. Los que hayan leído el libro de Hugh Kenner The Pound Era recordarán que estuvo casi comprometida con Pound durante su juventud en Pensilvania, antes de que ambos se convirtieran en importantes figuras de la escena literaria londinense; también recordarán que mantuvo un breve matrimonio con Richard Aldington, que tuvo relaciones bisexuales, que fue psicoana-lizada por Freud y que, según Kenner, «imaginismo» debe entenderse como una piedrecita poco representativa en el riachuelo poundiano.

Pero yo considero que para leer a H.D. debo olvidar todo lo que he aprendido sobre imaginismo, en el que no encaja. Incluso sus primeros poemas tienen una fuerza que reduce la caja imaginista, ordenada y diminuta, a una simple astilla. También he descubierto, como otros han hecho recientemente, que la poesía lírica de H.D. es más conocida por el éxito de algo completamente diferente: una serie de largos poemas escritos durante y después de la Segunda Guerra Mundial y hasta la muerte de la poeta en 1961. Se trata de poemas que batallan con los grandes temas modernistas del fracaso de la fe y la posibilidad de reconstrucción; del individuo y la sociedad, de la naturaleza del lenguaje y de la importancia de la poesía en la historia; del significado de la imaginación. Y son trabajos de un género antiguo, el de la búsqueda, pero con una diferencia significativa. En vez del poeta-héroe, estos poemas largos, difíciles y gloriosos, se centran en una poeta-heroína. Y precisamente este detalle, tal y como Robert Frost habría dicho, marca la diferencia.

                                                          I

                                     

En primer lugar, H.D. es una poeta visionaria. Es decir pertenece a ese grupo minoritario de poetas para los que existen realidades sagradas y permanentes, sumamente bellas y poderosas, tras la existencia secular. La poeta aprehende estas realidades, personal e íntimamente, mediante estados de conciencia alterada: «visión», «trance», «sueño». Platón decía que el poeta en tal estado se sentía inspirado por los dioses y estaba loco. Hoy en día, en vez de usar el peligroso término de inspiración, usamos el apacible término «imaginación» con el que la gente puede decir: «¡Oh! es sólo tu imaginación». Como si lo que se imagina no fuera real. Pero lo es. Y también es difícil de controlar, por lo que Shelley denomina a la mente excitada del poeta «carbón escurridizo».

Como William James nos comenta en Variedades de la experiencia religiosa poca cosa se considera dogmática en lo relativo a las experiencias sagradas y casi nada es prescrito como moral hasta que la experiencia es interpretada, por supuesto. Las visiones son simplemente tan reales y tan espléndidas para el visionario que éste puede sentirse dispuesto a sacrificar cualquier cosa por ellas. El éxtasis del soñador es como el amor o la embriaguez, una dependencia de todo el ser. En la historia, la trayectoria de la visión se convierte en doctrina, y la doctrina se solidifica en institución, por lo que el observador que se comunica en persona con una divinidad impredecible, se convierte con el tiempo en un sacerdote cuyo dios sube a una vasija dorada y sigue las reglas. «Hasta los hombres olvidan» dice Blake, «que todas las deidades residen en el pecho humano».

La alternativa del poeta visionario es la de plasmar las experiencias sagradas en poemas, no en doctrinas, y recuperar en la ortodoxa espesura del mundo, de edad avanzada y torpe, las ácidas bayas de la verdad heterodoxa. Para el poeta visionario la poesía no es en primer lugar literatura. Tiene que ser bella y enérgic a para ganar adeptos y elogiar su fuente. De este modo los tributos de belleza y fuerza son prestados por la literatura secular, como un niño que lleva la ropa de sus padres.

Leer los primeros y últimos trabajos de H.D. es como leer los primeros y últimos trabajos de Blake. Considero que también se parece a Edmund Spenser, y al John Milton de la fiesta del demonio. Entre sus coetáneos, su trabajo se parece al de Pound, que fue su descubridor, su primer amante-cohorte, de alguna forma su otro-yo, quizás su animosidad, el poeta con el que ella obsesionadamente se valoraba, incluso al final de su vida. También es como Williams. Existe un modelo aproximado para algunas de estas carreras profesionales; y aquí a grandes rasgos presento una simplificación. El primer trabajo es experimental, incluso revolucionario, aunque formalmente excelente. El poeta escribe poemas líricos, enérgicos, ilusionados, muy idealistas y engañosamente simples. Su sonido es música de cámara exquisita. Los poemas celebran un mundo imaginario. También demuestran, aunque no lo analizan laboriosamente, el desprecio que el poeta siente por la sociedad tal y como es, así como por las estructuras de personalidad habituales por ser como son. De ese modo podemos encontrar brillantez estética junto con originalidad ideológica.

Posteriormente aparece la catástrofe. Para Milton fue el derrumbamiento ignominioso de la Commonwealth Inglesa de Cromwell, por la que el poeta había dado sus ojos. Para Blake fue el fracaso de la Revolución Francesa (de la que esperaba que traería el fin de la tiranía humana y de la represión), además de su propio estado de pobreza. Para Pound fue la Primera Guerra Mundial, la muerte de Gaudier-Breszka, el horrible (para él) triunfo de los valores burgueses en Inglaterra y América. En todos estos casos el abandono social, el ridículo y el ostracismo aportan una clara evidencia de que aquello por lo que el poeta ha vivido ha fracasado por completo. Puede aparecer un período postrauma transitorio en las obras, aunque depende del momento de la vida del poeta en el que recibió la conmoción. Finalmente, aparece el poema «que incluye historia», que se ocupará del resto de la vida del poeta y abordará aspectos como el tiempo, la pérdida y la reconstrucción. El objetivo es la plenitud, que deriva de la fragmentación. Lo que se debe recomponer es a la vez el ser y el no-ser, una mente confundida que desconfía de sí misma y de un mundo sin fe. Un medio para conseguir este fin es una ardua introspección. Otro medio es el reexamen de las fuentes de los mitos pluriculturales y pluritemporales para encaminarse a la formación de un nuevo mito. Al principio las fórmulas del tipo «renueva» o «recojo los miembros de Osiris» tienen un sonido agradable. Posteriormente el trabajo de toda una vida llega a ser sencillamente una batalla agónica.

Quiero enfatizar la dimensión de la batalla. Creo que podemos dar por hecho que el joven artista visionario emocionado por una claridad arrogante cree (irracionalmente) que la publicación de poemas cambiará mágicamente el mundo. Cuando, aparte de negarse al cambio, el mundo se hace más brutal y estúpido de lo que el poeta hubiera creído posible, cuando los aliados desertan, cuando se digiere el hecho de que «la belleza es odiada», incluso después de haber escrito unos excelentes primeros poemas, aparece un cambio absoluto de mecanismos. El poeta vuelve a empezar, pero ya no en las alas del entusiasmo confiado, sino en la terquedad del «no habrá cambio en el espacio ni en el tiempo», como dice el Satanás de Milton. «Debo crear un sistema o ser dominado por el de otro hombre. No razonaré ni compararé. Mi labor es crear», dice Blake. «El rigor de la belleza es la búsqueda. ¿Pero cómo encontrarás la belleza si está encerrada en la mente anterior a todas las protestas?» pregunta Williams. Y Pound «intentó hacer un paraíso terrenal». Y en la posguerra londinense de la Segunda Guerra Mundial, comparándose a un vuelo de pájaros legendarios dando vueltas sobre la Atlántida inundada, H.D. escribe «Preferiría ahogarme, recordando»:

 

Preferiría dar golpes en el viento, gritando a los demás:

el vuestro es el círculo más absurdo

el vuestro es el revoloteo más inconsciente

vuelta y vuelta -el vuestro no tiene motivo

estoy buscando el cielo

el vuestro no tiene visión

veo lo que hay debajo de mí, encima de mí

los hombres dicen no, yo lo recuerdo

lo recuerdo, lo recuerdo.

Trilogy, p.121.

 

Lo que H.D. dice buscar se denomina a veces «La Hes-péride», a veces «Paraíso» y en sus últimos poemas cuyas memorias intenta reconstruir «Todo mito, la única realidad» incluye mitos egipcios, hebreos, griegos y cristianos, saber popular oculto, alquimia. Como sus hermanos, es ecléctica y heterodoxa, no por casualidad. La realidad empieza en la imaginación humana y debe pasar otra vez a través de ella para resucitar con vida, en contra de lo que opinan los críticos que acusan al poeta de escapismo. ¿De qué otra manera además de las ya comentadas se tiene para probar que toda ortodoxia es falsa en sí misma, y que sólo lo que la imaginación considera como realidad es verdadero?

 

               II

Jardín junto al mar, publicado cuando la poeta tenía treinta años, es el Songs of Innocence de H.D. Las Cancio-nes de Blake fueron publicadas cuando tenía treinta y dos años. O es las églogas spenserianas, o «L’Allegro» y «II Penseroso». A los poetas jóvenes tradicionalmente les salen los dientes con la poesía pastoral, y H.D. hace lo mismo consciente o inconscientemente como muchos antepasados, definiendo el ser ideal a través del paisaje ideal. Pero se trata de un paisaje inusualmente salvaje y hostil. Un clima severo moldea la belleza de la «rosa marina», del «lirio marino» y de otras flores castigadas por el viento y la sal, que la poeta admira:

 

Eres nítida

oh rosa, recortada en la roca

dura como la caída del granizo.

 

Le gustan las vistas peligrosas de acantilados, las marinas, los templos inaccesibles y sus dioses, y la soledad. Siente lascivia ante la pureza indiferente de la naturaleza, ilustrada por los momentos de violencia que iluminan la percepción, así como el relámpago ilumina el paisaje. Hay cadenas de verbos activos: cortar y romper, coger y conducir, estremecerse, sorprenderse, arriesgarse, golpear. Se parece mucho al Robinson Jeffers de Big Sur -¿leyó Jeffers a H.D.?-, con la salvedad de que los versos de Jeffers parecen trozos de carbón extraídos de la tierra. Los de ella parecen diamantes, un nivel más avanzado de compresión. También, de principio a fin, aparece el tema de la persecución. En «Los dioses del mar»: «dicen que no hay esperanza/ de conjuraros», pero la poeta y los suyos persisten:

Tronaréis a lo largo de los acantilados

romperéis- retrocederéis-cobraréis más fuerza-

reuniréis fuerzas y la playa sentirá el peso.

(...)

Traeréis corteza de mirra

y madera de laurel, ¡de las costas cálidas!, a la deriva

y cuando os lancéis arriba -muy alto-

os contestaremos con un grito.

 

El lector no necesita saber que «mirra» (uno de los obsequios exóticos en la historia de la natividad cristiana que H.D. usaría unos años más tarde en The Flowering of the Rod para hacer la figura del regalo que de sí misma hace Magdalena a Dios y el regalo de la poeta a su poesía), es una planta de flor fálica, o que el «laurel» es la planta de Apolo, sagrada para los poetas, para sentir que el poema se mueve con adrenalina, o para rendirse a sus deseos: «Vendréis/ contestaréis a nuestros tensos corazones/ desharéis la mentira de los pensamientos de los hombres,/ y nos cuidaréis y nos abrigaréis». Permanencia de la tierra, flujo de agua y viento, nítidas descripciones de la línea de la costa, fronteras divisorias, mezclas de todo tipo, físicas y mentales, el éxtasis misterioso de los sitios donde se cruzan elementos opuestos, éstas son las imágenes claves de H.D. además del afán por unir contrarios, especialmente contrarios sexuales. «Deshacer la mentira» es un acto masculino, «cuidar y abrigar» es femenino.

Una deducción del tema de la intrepidez y la euforia contra la cultura del interior, de lo social y de lo estable, tal como se da en Jardín junto al mar, es que la vida de tierra adentro está corrompida y es insípida. Los escenarios naturales y salvajes permiten al poeta imaginar una existencia libre de las convenciones femeninas refinadas que gobernaron su juventud en Filadelfia. Puede oponerse a la racionalidad de astrónomo de su padre y al convencionalismo de clase media de su madre. Pero más importante aún son los escenarios asociales que posibilitan un libro que es intensamente erótico aunque sin polarización sexual. Jardín junto al mar tiene muchas imágenes de flores. Así, por ejemplo, redefine de manera impresionante uno de los emblemas culturales más antiguos, el de la virginidad femenina y el de la fragilidad de la belleza femenina, como algo fuerte, no débil, como las flores de O’Keffe en un ambiente severo aunque sin cargar demasiado las tintas. El personaje de la poeta es a menudo andrógino; cuando es masculino adora y somete, como los marineros en «El timonel», «Los dioses del mar» y «El santuario»; cuando es femenino, como en «La cazadora», está equipado con arpones. En las imágenes de persecución y penetración rodeada de plantas, en las que la poeta puede ser a la vez un «calor» envolvente y el viento que «revienta el calor/ destroza el calor/ hazlo jirones». Hay sólo tres poemas de amor en el volumen, ninguno heterosexual.

Lo que da emoción a estos poemas, aparte de la resuelta pureza «imaginística» y de la falta de lo que Pound denominó «deslizamiento emocional» es, según mi opinión, la codificación del deseo activo. Deseo: una propiedad del ser. La necesidad del desenfreno del poeta es una necesidad de su propio estado silvestre. La búsqueda de muerte es una búsqueda de libertad. El deseo de unión con frías deidades amadas y virginales aunque eróticas, insinúa el deseo de «cerrar el vacío en la conciencia», que H.D. en Tribute to Freud asocia con la división emocional de su madre, anticipando, de ese modo, la insistencia en muchos poemas de mujeres de hoy en día, en recuperar la unión madre-hijo para convertirse en un ser completo. «Una mujer es su madre. Esto es lo principal», dice Anne Sexton. En gran parte del trabajo tardío de H.D., una mujer es su madre-diosa. Lo esencial es que mientras «el engaño del pensamiento masculino» reclama que no podemos estar unidas con lo que es sagrado: la naturaleza, nuestros padres, el pasado, todo nuestro propio potencial pasional, la poeta afirma que sí podemos.

Llegados a este punto, el hecho de que los paisajes de H.D. sean «griegos» me parece relativamente accidental. De hecho, como le explicó a Norman Holmes Pearson ya al final de su vida, sacaba estos escenarios de las costas de las Islas Maine y Rhode que visitó en su niñez. Las escenas se han convertido en «griegas» pero posibilitan la generalización para dar énfasis al hecho que el poeta describe un paisaje imaginario, o, mejor aún, un paisaje de la imaginación, un mapa de la mente de la poeta. En esta etapa la mente está nítida, orgullosa, salvaje, dedicada a su propia integridad, y sumisa sólo a las leyes de la naturaleza y el arte. La Primera Guerra Mundial, de todas maneras, rompería este orgullo, humillaría esta integridad, socavaría la fe de la poeta en sí misma, confundiría su claridad, la forzaría a hacer frente a dualismos sexuales y a otros que preferiría haber negado y se dispondría a la larga labor de la reintegración.

III

 

Guerra y sexo, sexo y guerra, inseparables. H.D. parece haber buscado repetidamente a un hombre cuyo amor hacia ella sería indistinguible de su amor por la belleza y la verdad. Lo que encontró, demasiado a menudo para ser fortuito, fue algo más predecible.

Digo que lo encontró. Pero nada en el mundo es tan simple. Quiero decir, en realidad, compró parte de él. ¿O lo hago yo? Pound fue el primero de sus romances fracasados, por supuesto. La figura de Pound en su novela Her de 1927 «La quería, pero él quería una mujer que llamaba decorativa». Él le cita el verso :«tu arte es un poema, sin embargo el poema es nada». Ella se resiste a él, prefiere a otra mujer, los pierde a ambos, que la engañan con otros, y hacia el final de la novela ella se recupera de una crisis nerviosa. Treinta años después en su biografía End to Torment, como Pound sale de St.Elisabeth su actitud hacia él como escritor es de adoración y está llena de memorias sexuales electrizantes. Al mismo tiempo, lo describe como machista, mujeriego y perseguidor de jovencitas; estando aún vigente su compromiso y siendo su destino el de Dorothy Shakespeare, reflexiona: «Ezra habría destrozado mi ser y el centro…de mi poesía». He aquí su recuerdo del momento en que, en la sala de té del Museo Británico, Ezra recibe el poema de Hilda Doolittle que iniciaría su carrera de publicaciones:

«Pero Driad…esto es poesía» Le clavó con el pincel. «Suprime esto, recorta el verso». «Hermes of the Ways» es un buen título. Se lo mandaré a Harriet Monroe de Poetry. ¿Tienes copia? ¿Sí? Entonces podemos enviar éste, o lo mecanografiaré cuando regrese. ¿Te parece? Y escribió «H.D. imaginista» a pie de página.

(End to torment, p.18)

 

No se aparta mucho de las fanfarronadas propias de los vestuarios de chicas. Él dijo que me amaba, se han susurrado entre ellas las chicas durante siglos. Por tanto, consideremos los matices: el «ataque fulminante» a su poema, el firmarlo él mismo con el nombre de ella.

Él la define. De la misma manera puede destruirla. Él, y no ella, es el fuerte, el autoritario. «Él» es cualquier hombre por el que ella puede sentirse atraída, física, emocional e intelectualmente.

La escena en la sala de té tuvo lugar en octubre de 1912. H.D. se casó un año más tarde con el compañero idealista, poeta e imaginista, Richard Aldington. La Guerra empezó al año siguiente. En 1916 Aldington se alistó en el Ejército Británico, y H.D. asumió el puesto de editor adjunto de The Egoist. Tuvo un aborto que la dejó débil y posiblemente frígida. Aldington pronto empezó un romance con una mujer menos intelectual y más nerviosa, una americana más desinhibida, que vivía en el piso de arriba. Los Aldington se separaron aunque no hubo divorcio legal hasta 1938. En 1918 el hermano de H.D. fue asesinado en Francia. Su padre sufrió un derrame cerebral al oir las noticias y murió un año después.

Hasta que no aparezca una biografía definitiva, no sabemos cómo reaccionó la poeta tras la pérdida de su hijo, su marido, su hermano y su padre. Pero en las ficciones H.D. escribe acerca de este período de su vida en el que representa a la poeta-heroína como a un ser fatalmente pasivo, que depende de los hombres para compartir su fe en «mundos de belleza pasada que eran belleza futura» y para colaborar en la creación de momentos de «felicidad» mística. Cuando la abandonan no lucha, no está enfadada, simplemente está paralizada. En Bid me to Live la heroína es manipulada y rechazada primero por su marido, que se ha vuelto rudo a causa de la guerra, y posteriormente por «Rico» (D.H. Lawrence), que le ha prometido compañía erótica y espiritual. Al criticar un poema que ella le envía, Rico irritado escribe: «No me gusta la segunda parte de la secuencia del Orfeón tanto como la primera. Fíjate en la mujer que habla. ¿Cómo puedes saber lo que siente Orfeón? Te corresponde ser mujer, la vibración femenina, con Eurídice bastaría». Ella responde: «Pero si él puede entrar tan diabólicamente en los sentimientos de las mujeres, ¿por qué no debería entrar ella en los sentimientos de los hombres?», respuesta que no tiene palabras de contestación ni participación alguna. Ella imagina una manera de escapar al «impedimento biológico» de los roles sexuales: si dos artistas forman pareja «entonces el peligro se encuentra con el peligro, la mujer era hombre-mujer, el hombre era mujer-hombre». Los hombres, en la novela, piensan lo contrario. Al poco tiempo de invocar su ideal de mutabilidad andrógina entre artistas-amantes, la novelista repite uno de los estribillos de la novela: «La guerra nunca acabará».

La guerra en la ficción de H.D. es desagradable y absolutamente destructiva, «una realidad, el holocausto…era una aniquilación en sí misma que la dejó boquiabierta… el pasado había sido mandado al infierno, podríamos decir… se había hecho pedazos, ya no quedaba nada». «Holocausto» es una de las posibles imágenes de todos los engaños y destrucciones, y la causa inmediata de las pequeñas. La muerte de su hijo coincide con la muerte de la juventud inglesa. Ambos son insoportables para ella. También es la guerra la que se entromete entre ella y su marido, haciendo la infidelidad inevitable, aunque ella intenta recordarle su compromiso con el arte cuando él no quiere que se lo recuerden, sino ser sólo admirado y consolado.

«La belleza es realidad, la realidad belleza. ¿Pero puede esta realidad (la guerra) ser bella? Quizás lo era.

Les habían hablado a gritos de honor y sacrificio durante dos años, tres años ya… las estaciones giraban alrededor de los horrores hasta que una se paralizó… ellos se habían vuelto pasado sin sentir nada, ella sí. Quizás él tuviera razón cuando dijo en aquella época: ‘no sientes nada’».

 

El estribillo «La guerra nunca acabará» tiene varios significados entrelazados. La repetición obsesiva en la novela no sólo representa la incapacidad de la heroína de ver el fin del conflicto, sino su temor ante un pasado que también ha eliminado irrevocablemente -y no principalmente un pasado personal, sino la herencia europea visible y no visible del contacto de una persona con la belleza. En Murex el marido borracho de la heroína le dice «No habrá más poetas». En Bid Me to Live ella se pregunta desesperadamente si puede ser posible que los monumentos arquitectónicos «pueden mantener de alguna manera una estructura en el aire incluso después de ser bombardeados». «La guerra nunca acabará» es también la guerra sexual, la guerra entre hombres y mujeres, que nunca terminará mientras haya polarización sexual en vez de esa relación «hombre-mujer» y «mujer-hombre» en que piensa H.D.. Otro significado es la rivalidad del sexo femenino, la división de la mujer en «cerebral-emocional». La mujer a la que el soldado-marido ama espiritualmente, y la mujer seductora a la que éste desea porque le hace olvidar su temor a la muerte y su sensibilidad estética adormecida. Finalmente, y de forma más radical, está la guerra en la misma poeta entre la fe en sus creencias y las exasperantes dudas sobre sí misma.

Sexo y guerra, guerra y sexo, sexo y guerra y la pérdida del verdadero yo y de la visión real. Precisamente la idealización de la soledad en Jardín junto al mar, pensándolo retrospectivamente, fue diseñada para protegerse a sí misma de ello. En este punto la obstinación evidente del personaje de H.D. es crucial. Todo lo que escribe tras la Primera Guerra Mundial reacciona contra el trauma de la división y la división de uno mismo, y expresa de una manera u otra la voluntad de curarse, de hacer un todo de lo que se ha roto en su vida y en la vida de Europa, a través del poder de la imaginación. Durante el resto de su carrera profesional trabaja como respuesta a dos impedimentos, transformándolos a ambos en la esencia de su arte. Uno de ellos es el obstáculo que tiene el visionario en un ambiente hostil para poder ver. El otro es el de la mujer escritora en un mundo que está política, social e intelectualmente dominado por los hombres, a algunos de los cuales ama, algunos de los cuales la traicionan, una mujer que insiste en volver a reinventar su relación con el mundo y con los hombres que viven en él. «La resurrección es una forma de encauzamiento», tuvo ella que escribir, en The Flowering of the Rod. Poco a poco debe resucitarse a sí misma, aunque hasta los últimos años no llega a la armonía deseada.

 

         IV

Si Jardín junto al mar representa la Inocencia, su poesía de la posguerra representa la Experiencia. Técnicamente la forma es la misma: exquisitos versos líricos libres, como si fueran piedras preciosas perfectas. Pero las imágenes cambian, se vuelven menos blancas, sobrias y esculturales, más ricas, líquidas y vivas, llenas de fuego, de oscuridad, oro, rojos profundos y púrpuras, vino derramado. En vez de las frías deidades de Jardín junto al mar, aparecen figuras cuya adoración significa la rendición a la carne, a la pasión, la procreación: Baco, Hymen, Demeter, Circe, Afrodita. En vez de integridad y androginismo, muestran «amor y dulzura amorosa», aparece la imagen de los amantes como espadas, hay versos como «la fuerza de ella fue doblada por la postura de él», combinación de violación y parto. Aparece la pregunta «¿Podía Eros ser retenido?… ¿es mejor devolver/ el amor a tu amante/ si él siente ansias?…¿o es dulce?» y el llanto que dice «para cantar el amor, el amor antes debe conmocionarnos».

A lo largo del período medio, la mayor parte de la poesía de H.D., tanto las traducciones como los poemas originales, pueden interpretarse como un intento de aceptar la experiencia del arte y del amor traicionados, y aquí empieza su descubrimiento de todo lo que «Grecia» puede aportar a una poeta, desde sus paisajes salvajes hasta sus dioses-naturales y sus modelos de destreza poética. «Grecia» significó un conjunto de mitos específicos que eran eternamente verdaderos en tanto que eternamente bellos. Recrear estos mitos era unir una obligación espiritual con una necesidad personal. El arte, victoriosamente, devolvería lo que la guerra había destruido, y al mismo tiempo, el artista comprendería y daría valor a su vida, descubriendo el lugar donde se fundieron su experiencia y los modelos míticos, la psique moderna, individual, y la antigua, colectiva.

 

                                                                                 ALICIA OSTRIKER

 

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La poesía de Sharon Olds

(prologo al libro Satán dice, publicado por Ediciones Igitur)

SHARON OLDS O LA TRANSGRESIÓN

Nacida en 1942 en San Francisco y educada, según sus propias palabras, en «las llamas del infierno calvinista», Sharon Olds, tras haber luchado durante los largos años de estudio por emular a los poetas mayores, publicó su primer poemario a la edad tardía de treinta y siete años. Según la leyenda que ella misma ha difundido, después de graduarse en Stanford y tras acabar el doctorado en la Universidad de Columbia, sentada en la escalera del edificio y con el título universitario ya en su mochila, cerró un trato con Satán «no el Satán de la Biblia, sino el de El paraíso perdido de Milton» especifica la poeta. En ese trato, Olds, que se incluye dentro de ese extraordinario grupo de poetas nor-teamericanas contemporáneas dentro del que también están Mary Oliver, Rita Dove, o Pamela Hadas, renunciaba a todo lo que había aprendido en sus años universitarios, a cambio de poder escribir poemas verdaderamente personales, buenos o malos. El resultado del pacto fue Satán dice, que fue publicado en los Estados Unidos en 1980 y que ganó el inaugural San Francisco Poetry Center.

Satán dice es un libro atípico que aborda resueltamente los temas físico-eróticos. Es descarnado, irónico, desmi-tificador, pero al tiempo extraordinariamente sexual, tierno, inteligente y solidario. Satán dice transgrede los silencios socialmente impuestos, y trata, según Alicia Ostriker, de "la erótica del amor y el dolor familiar» 1. Incapaz de poner fin a los sufrimientos familiares, la «hablante se hace cronista de lo que ocurre»2. Se trata pues de «ofrecer testimonio», de ser observador y testigo activo por la palabra. Y se trata igual-mente de atreverse a verbalizar los temas hasta ahora consi-derados tabú, entre ellos las relaciones paterno-filiales plasmadas descarnadamente como encima de la mesa de un cirujano. Muchas veces los cuerpos de padres e hijos son impúdicamente erotizados. Uno de sus temas recurrentes y más polémicos de su poesía es el del incesto y de la atrac-ción entre padres e hijos.

El poema de Olds se desarrolla como si de un ojo indagador se tratase, una cámara al hombro que la autora porta encaminando al lector hasta el final que le interesa y cambiando a menudo de dirección en la mitad del poema. Llega por tanto a una especie de revelación final, siempre sorpresiva, a esa «revelación de lo que es el amor» de su primer poema, el que da título al libro, y que es, a su vez, una poética y una declaración de intenciones.

La observación de Olds instalada desde un lugar situa-do «un poco más allá del marco» y el convertirse en testimo-nio de lo que sucede -un testimonio muchas veces no deseado- proviene de Adrienne Rich. «Pero más que de in-fluencias, habría que hablar de puntos de partida» 3, y más que de tutelaje habría que hablar de estrellas-guía, entre las que destacan la precursora figura de Whitman, que cantó «el cuerpo eléctrico» («I sing the body electric»), la obra de Muriel Rukeyser, con quien estudió en Nueva York (Satán dice además de la dedicatoria inaugural, contiene un her-moso poema sobre esta poeta) y la de autoras como la ya mencionada Rich, o Anne Sexton y, en general las de los poetas confesionales como Sylvia Plath y Robert Lowell, aunque en una entrevista4, dice haber conocido la obra de este autor tardíamente. A pesar de ciertas semejanzas de temática familiar y de perspectiva con Plath y Sexton, «el enfoque del cuerpo y la compasión extensiva a un terreno casi universal evitan la angustia y la rabia de las anteriores poetas» 5.

Ya desde el primer poemario Sharon Olds ha explorado los límites de la poesía a base de intentar responder las siguientes preguntas: ¿Existe algo sobre lo que no se deba o no se pueda escribir en un poema? o la variante ¿Sobre qué no se ha escrito nunca en un poema? y: ¿Cuál es el empleo, la función u oficio de la poesía en la sociedad? ¿Para quién se escribe (para los muertos, los no nacidos, la mujer delante de uno en la cola del supermercado)? Y es ese afán de novedad el que la ha llevado a tocar temas extremos como los funerales de ratas o el delito urbano; pero donde Olds encuentra su verdadera esencia es en los poemas sexuales, un buen puñado de los cuales son de los mejores de toda su producción poética.

«La suya es una poesía que insiste en que todo lo que conocemos es el cuerpo, y que nuestro único conocimiento posible pasa a través del conocimiento del cuerpo» comenta Roland Flint6, tanto si se trata del conocimiento de la madre, como el de la hija o el de la amante. De ahí las particulares divisiones del Satán dice en «Hija», «Mujer», «Madre» y «Viaje».

Pero los temas de Olds son sólo aparentemente per-sonales, autobiográficos o no, pues «al fin y al cabo», dice la poeta, «somos creadores». Olds ha buscado constantemente separar lo que llama la «vida del arte» de la «vida de la vida». Como Dickinson, le da una entidad propia al «some-one», al «alguien» de sus poemas 7.

La sacralización de la materia, del cuerpo sexual y de su capacidad de procreación, es a veces explícita y a veces velada. En un poema de su cuarto poemario The Father declara: «El morir de mi padre no es malo/ no es bueno ni malo, / está más allá del mundo moral. (...) no hay sino placer y dolor. He aquí/ el mundo que habita el sexo, el mundo/ de los nervios, el mundo sin iglesia» 8. Es decir, la materia misma anula las consideraciones morales. En todo ello hay un intenso deseo de convertirse en el otro, en lo otro. El yo de Olds nunca se representa aislado sino siempre en relación a otros, «penetrando o siendo penetrado» 9, unido a la memoria y a la contemplación de los demás. No es tanto la permanencia lo que se busca con ello, sino la vastedad; de ahí el tema reiterado de la procreación, por ejemplo en el poema «Oración» unido, en este caso, al acto de la concepción, con el que se cierra el libro. Así como la pérdida forma parte del viaje de la vida, en la materialidad el tiempo se transforma en relaciones interpersonales. El tiempo se convierte en los otros en el yo, o bien el yo en los otros. Por tanto el tradicional «transcurso en el yo», se sustituye por el cambio experimentado en los roles familiares; así el rol de la madre por ejemplo pasa de ser prota-gonista a subordinado («Siempre otro bebé para ocupar su lugar,/ y ahora es de nuevo una dama de honor/ antes que una reina. Cayó de la casa de su madre/ a la de su hija.») En cambio el de la hija se invierte, hasta que vuelve a un rol subordinado al hacerse mayores los hijos. La cronista del pasado lo es también del futuro: la custodia de los hijos, su desarrollo y también su aprendizaje de la muerte. El tema del holocausto profundiza en esa rara línea divisoria y casi invisible entre la muerte y la supervivencia; lo que sobrevive lo hace aferrándose a la materia. La materia será así el equivalente a una tabla de salvación en medio de un naufragio. Pero también existe una nostalgia del principio de la materia sexual, que no es la del seno materno, sino la de la célula, la del germen, la del semen. En Satán dice la caja de cedro simboliza la célula original del nacimiento de la hablante y la «celda afectiva y física que constituía para ella la casa de sus padres» dice Noël Valis10 y continúa «Olds comunica su angustia -y hasta cierto punto la exorcisa- empleando el arma afectiva y psicológica de las palabras prohibidas de la sexualidad aplicada a sus padres». Un recurso estilístico que, al reducir el sujeto increpado a un fragmento sinecdóquico de sí mismo, lo vuelve menos peligroso. Otra de las imágenes recurrentes establece una clara relación entre el sexo y el hambre o la sed -el sexo co-mo comida, alimento y el esperma como leche, bebida-, todo minuciosamente descrito. Pues Olds «reclama para sí el poder de describir su propio cuerpo, incluso con imágenes o palabras consideradas ‘sucias’, pero, asimismo, con una deliciosa y voluptuosa arrogancia, usurpa igualmente el rol descriptivo»11, que hasta ahora se mantenía en un terreno estrictamente masculino.

Los poemas sugieren en su propia forma la desnudez física, mediante un estilo «desnudado» que Olds alcanza rechazando el estilo elevado, la división en estrofas y la integridad del verso, el cual se desarrolla con numerosos encabalgamientos que rompen su fluir, a manera de un renglón de prosa que se interrumpe casualmente al margen de la página. Gracias a este lenguaje directo, a las asombrosas imágenes y a la temática abiertamente sexual, muchos críticos han tildado su obra de valiente, atrevida y sobretodo liberadora. Sea lo que fuere, lo que resulta indudable es que, con su transgresión, ha ensanchado el territorio de la poesía, llevándolo mucho más allá, tanto en los temas, como en su desnudez verbal, de lo que los poetas anteriores, dentro y fuera de su país, consiguieron llegar.

 

                                                                                  ROSA LENTINI

 

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¿Quién es Barnabooth?

¿QUIÉN ES BARNABOOTH?*

(Del libro Contextos para Maqroll, publicado por Ediciones Igitur)

Vamos a evocar esta tarde la figura, hoy casi por completo olvidada, del rico amateur, del multimillonario peruano, hijo de americano y australiana, A. O. Barnabooth. Nos ocuparemos también de sus obras: un cuento corto con mucho de fábula moral y un breve número de poemas. Las circunstancias de la aparición en el mundo de las letras del personaje, la razón de su existencia, pertenecen tan por entero al mundo particular de las preferencias, al marco de la vida de su autor y artífice, que ambas se mezclan y confunden en muchos puntos, cuando no van paralelas por larguísimos trechos. No faltan antecedentes de este fenómeno en la historia de las letras: todo lo que de Hamlet tenía "el viejo Will", lo quijotesco de don Miguel de Cervantes, la identidad de Julián Sorel con Henry Beyle, el Lucien de Rumbempré que escondió siempre en su obesa humanidad el sufrido Balzac, todo lo que de Wolkonski había en Tolstoi y la sorprendente mas harto comprensible aclaración Flaubertiana sobre aquello de que "Madame Bovary soy yo". Los ejemplos podrían multiplicarse en inmenso número, tantos como obras perdurables tiene la literatura universal. Pues bien, la identidad existente entre A. O. Barnabooth, el rico amateur y Valéry Larbaud, el amable erudito y hombre de letras por excelencia, heredero de ricos manantiales y vastos hoteles en Vichy y dueño de una gran fortuna, esta identidad sólo deja de existir cuando el personaje cumple con ciertos dictados del destino que le es imposible atender al autor. Y esto es natural si se tiene en cuenta la ilimitada libertad de que gozaba Barnabooth en manos de quien tuvo tan poca en la infancia y casi ninguna en los sombríos años en que la parálisis lo dejara inmóvil y mudo hasta el día de su muerte.

Hablemos un poco de Larbaud, de Valéry Larbaud -siempre con la mente puesta en Barnabooth, que cuando lo hagamos con éste será en Larbaud en quien tengamos que pensar.

Descendiente de una severa familia protestante del bourbonais, Larbaud vive su niñez y su infancia bajo el dominio implacable de la voluntad materna. De niño viaja a España, aprende el español hasta escribirlo correctamente -más tarde, autor famoso, publicará en La Nación, de Buenos Aires, largos artículos escritos en un castellano fluido y eficaz-, en otras vacaciones viaja a Italia, un nuevo idioma se suma a su acervo linguístico que cuenta ya también con el inglés - una buena parte de su Diario íntimo lo escribirá en este idioma. Visita Alemania. Vive largas temporadas en Suiza. Conoce la tranquila modorra de los grandes Palace, el ocio lujoso de los hoteles con liftier de librea y cuyos amplios comedores con mucho de invernadero y profusa escultura en yeso fin de siglo, se llenan a las horas de comida de parejas de distraídos ingleses con anteojos de armadura de oro y manos temblorosas; de prusianos de mirada intensa y hábitos precisos y de sudamericanos de voz lenta y cabellos oscuros impecablemente peinados, que gastan las inmensas fortunas de las chacras de las pampas, de las salitreras chilenas, del guano del Perú y del café de Colombia.

Una salud endeble lo libra del colegio y su educación corre por cuenta de institutores que lo preparan en su casa durante las largas convalescencias. Llega la época del colegio y es internado en el de Sainte-Barbe des Champs, allí descubre dos elementos que serán fundamentales en su formación: el cosmopolitismo de un colegio en donde estudiaban hijos de ricos armadores ingleses, de industriales de Pittsburg, jóvenes suramericanos multimillonarios y los hijos de los maharajas indúes que buscaban en Francia un barniz occidental que molestaría particularmente a los amos ingleses: este cosmopolitismo será un rasgo definitivo y definitorio de la obra larbaudiana. El otro elemento es la religión católica, que atrae poderosamente a este hijo de severos protestantes y que muy pronto abrazará cuando llegue a la mayor edad. Estudiante modelo, sus estudios progresan y se amplían y como premio de su esfuerzo en las vacaciones le esperan nuevos viajes. He aquí algunos de sus itinerarios que luego serán los mismos, o casi, de Barnabooth: en 1898, a los 17 años: Burdeos, San Sebastián, Burgos, El Escorial, Madrid, Toledo, Córdoba, Sevilla, Ronda, Algeciras, Gibraltar, Tanger, y de regreso por Granada, Zaragoza y Barcelona. Al año siguiente, en compañía de su mentor Monsieur Voldoir -que luego será el Jean Martin de Barnabooth- visita Lieja, Colonia, Berlín, San Petersburgo, Cronstadt y Moscú. En 1900, luego de pugnar en su tierra natal de Valbois un fracaso en el Liceo Louis le Grand, va a París a presentar sus exámenes para el bachillerato, fracasa también y se consuela con un viaje a Italia: Génova, Pisa, Roma, Nápoles, Florencia, Boloña, Rímini, San Marino, Venecia, el Lido, Milán y Turín.

Tras dolorosas crisis interiores, logra independizarse de su familia y consigue el manejo autónomo de su fortuna. Hace varios viajes a Inglaterra en donde vive largas temporadas. Comienza a hacerse conocer en las letras e inicia esa incansable labor de traductor y descubridor de valores extranjeros desconocidos o mal difundidos en Francia. En mengua de su propia obra de creador originalísimo, se ocupará por años en traducir al francés la obra completa de Samuel Butler, de hacer conocer a Ramón Gómez de la Serna, Gabriel Miró, Walt Withman, José Asunción Silva, Mariano Azuela, Gerard Manley Hopkins, James Joyce, Ricardo Güiraldes, Alfonso Reyes y muchos más. Dos tomos de su obra están consagrados a revaluar o descubrir nuevos nombres, el título que comparten es bastante larbaudiano: Ese vicio impune, la lectura, un tomo se subtitula Dominio Francés y el otro Dominio Inglés. El material de un Dominio Ibérico quedó desparramado en otros libros. Asombra hoy día contemplar ese gigantesco trabajo, que le dejó tiempo todavía para seguir viajando, leer sus clásicos latinos preferidos, reunir la colección más completa que se conoce de soldaditos de plomo y ocuparse largamente de esos países minúsculos de Europa que tanto le atraían: San Marino, Andorra, Lichtenstein, Montenegro. En agosto de 1935, cae fulminado en el jardín de su casa por una congestión cerebral que lo priva de la palabra y del movimiento. Durante 22 años arrastrará una existencia casi vegetal, con pequeños intervalos de alguna lucidez, hasta morir tranquilamente en 1957, en medio de una Europa, de un mundo que se había esmerado en destruir torpemente todo lo que fuera para Valéry Larbaud la única razón de existir: el culto sereno y agudo de la belleza, el respeto a la persona como individuo y como misterio insondable, el confort de los grandes expresos, un cordial humanismo paneuropeo y un perpetuo homenaje sin medida hacia las mujeres hermosas o dignas de serlo.

He querido pasar fugaz y sucintamente por esta vida llena de esencias y de riqueza cordial, precisamente para dejar que sea A. O. Barnabooth quien nos diga, a través de esa pudorosa tercera persona que son los personajes, cómo pensaba, cómo vivía o hubiera querido vivir y cuáles fueran las pasiones confesadas y secretas de Valéry Larbaud.

Hagamos primero una breve incursión bibliográfica a fin de podernos escapar luego tranquilamente por el mundo y los días del que llamara una picante muchacha de su fantasía: "cet imbécile de Barnabousse".

Cuando en 1908 hace Barnabooth su entrada en el mundo literario, Valéry Larbaud traía consigo la efigie desde hacía muchos años. Una idea vaga del personaje parece ser que nació en los tiempos de su infancia con la lectura del libro de Louis Boussenard El Secreto del Señor Síntesis, cuyo personaje principal es un hombre tan rico que puede de un día para otro comprar toda "la propiedad raíz del globo". Valéry Larbaud leyó este libro cuando tenía nueve años y le llamó la atención el poder ilimitado del personaje. Igual sensación de sorpresa iba a tener a los quince años con la lectura de La historia romana de Victor Duruy, al descubrir la vasta omnipotencia de los jóvenes emperadores de la decadencia cuya extrema juventud disponía ya de un poder absoluto.

Por los mismos años un asunto aparecido en los periódicos vino a contribuir a la cristalización de sus reflexiones sobre el destino de ciertos seres al parecer privilegiados. El hijo de un petrolero multimillonario, Max Lebaudy, por no haber sido tratado a tiempo y dispensado del servicio militar, muere a los 23 años en el cuartel. El destino lamentable de este adolescente, víctima de su inmensa fortuna -la opinión de entonces hubiera tachado de favoritismo y corrupción cualquier esfuerzo por librarlo del servicio- impresionó vivamente a Larbaud, quien inclusive pensó en dedicar un poema al asunto.

Un viaje a Londres hecho por Larbaud en 1902, en compañía de un amigo que acababa de heredar varios millones, viene a madurar por completo el personaje. Es entonces cuando Barnabooth adquiere presencia definitiva en el espíritu de este precoz turista de 18 años. El nombre del personaje resulta de combinar el de una localidad cercana a Londres, Barnes, y la marca Booth que distingue un consorcio farmacéutico ampliamente difundido en Inglaterra. Larbaud comenzó entonces a escribir sus Charlas de sobremesa y anécdotas de A. O. Barnabooth, texto del que casi nada permanecerá en las publicaciones posteriores y que corresponde más bien a un primer bosquejo necesario para la elaboración de un personaje definitivo. También en 1902 escribe un cuento que titula El Pobre Camisero, especie de parodia modernizada de los cuentos morales del siglo XVIII, en donde se fija ya la personalidad de Barnabooth. De 1902 a 1908, al abrigo de su gira por Europa entera y de sus largas estadas en el extranjero, Valéry Larbaud madura casi todos los materiales que le servirán para componer la Biografía, el Diario y los Poemas de Barnabooth.

El 4 de julio de 1907 aparece, en una edición privada de cien ejemplares, un volumen en el que Larbaud reúne las que llama "obras francesas del Señor Barnabooth" y que son El Pobre Camisero y los Poemas. A estos textos les precede una Vida de Barnabooth atribuída a X. M. Tournier de Zamble. En este libro no aparece nombre alguno de otro autor. La biografía utiliza los borradores antiguos a los que aludimos antes y en ella Barnabooth aparece como un "encantador joven de 24 años, de talla pequeña, vestido siempre con la mayor sencillez, delgado, de cabellos tirando a rojos, ojos azules, piel blanca y que no lleva ni barba ni bigote". Había nacido, dice Tournier de Zamble, en América del Sur en 1883 y adquirido la ciudadanía norteamericana en el estado de Nueva York. Larbaud mismo nació en 1881 y si la vida novelesca de Barnabooth no presenta ninguna analogía con la suya, no puede decirse lo mismo del carácter de este joven millonario igualmente apasionado por el arte, la literatura, los viajes y la mujeres. Barnabooth, citado por Tournier de Zamble, declara:... ‘‘Yo tengo todas las virtudes con excepción de la hipocresía"... "Soy un patriota cosmopolita’’... "Es lástima para un poeta francés como yo el no saber francés. Bien sé que no soy el único, pero eso en nada me consuela...’’. Este humor cercano al cinismo es un trasunto, amplificado, del espíritu irónico de Larbaud. En cuanto a los poetas preferidos por Barnabooth son los mismos que prefiere Valéry Larbaud: entre los extranjeros Walt Withman, José Asunción Silva, James Withcombe, Riley, Hugo von Hoffmansthal, y entre los franceses Rimbaud, Viéle-Griffin, Henri de Regnier, Francis Jammes, Claudel y Maeterlinck.

Los poemas de un rico amateur, como se titulan en esta primera edición, son en número de cincuenta y están divididos en dos partes: los Borborigmos y Ievropa. Representan el resultado de las búsquedas de Larbaud hacia su intento de dar a conocer una obra que no sea una verdadera confidencia y que le permita crear un tipo de poeta exterior a sí mismo, por intermedio del cual expresará sus estados de alma permanentes, algunas de sus reacciones de viajero mezcladas con sentimientos e impresiones de su invención. El hombre de letras cosmopolita que escribe en francés, utiliza una manera prosódica harto libre y no teme mostrarse como discípulo entusiasta de Withman y de Wordsworth, así como de Rimbaud, de Corbière, de Laforgue y también de Ronsard.

La crítica recibe el libro con entusiasmo. Gide anota en su diario "Divertidos estos poemas de Valéry Larbaud. Leyéndolos he comprendido que en mis Alimentos terrestres hubiera debido ser más cínico". Hablando de Valéry Larbaud, Philippe decía a Ruyters: "Siempre es un placer leer a alguien junto al cual Gide parece pobre". En la Nouvelle Revue Française Gide hace el elogio del libro y critica la biografía por encontrarla un poco larga y sin embargo insuficiente.

Esta biografía desaparecerá en la siguiente edición y será reemplazada por un Diario que Valéry Larbaud compone entre 1908 y 1913. Es ese año cuando aparece la nueva edición y esta vez la definitiva bajo el signo de la NRF y con título de A. O. Barnabooth. Sus obras completas, o sea un cuento, sus poemas y su Diario íntimo. Para seguir fiel con la ficción nacida en el libro anterior, Valéry Larbaud se hace aparecer en éste como ejecutor testamentario de Barnabooth. Convención inútil por lo demás.

Barnabooth surge en este diario más humano, menos obviamente excéntrico. Sus poesías han sido sometidas a una poda rigurosa. Quedan reducidas a quince y muchas de ellas aparecen generosamente recortadas.

Hasta aquí la que pudiéramos llamar ubicación bibliográfica del personaje.

Ahora, para transitar por su vida y por los meandros complicados y a veces oscuros de su carácter, ningún guía más indicado que su propia obra. En ella hay un poema, a mi modo de ver el más eficaz en cuanto a la manifestación de sus prin- cipales claves. Se titula Europa -en la primera edición el título había sido eslavizado como Ievropa- y tras una graciosa dedicatoria a su biógrafo Xavier Maxence Tournier de Zamble, Barnabooth describe cómo desde el trasatlántico que se aproxima al continente descubre el primer faro, girando como un demente;

 

Gira su cabeza flamígera en la noche, derviche gigante,

y en su vértigo de luz

ilumina los caminos del campo, los setos de flores,

la cabaña,

el retardado ciclista, el coche del médico por las landas,

y los abismos desiertos que cruza el paquebote.

He visto el fuego girante y he callado.

Mañana al desayuno las gentes del salón, subiendo al puente

exclamarán con entusiasmo "Tierra"

y se extasiarán tras sus binóculos.

Europa ¡entonces, eres tú! Yo te sorprendo en la noche,

vuelvo a encontraros en vuestros lechos perfumados.

¡Oh mis amores!

He visto la primera y la más avanzada de todas tus luces.

Allá, en esa breve esquina de la tierra

roída toda por el océano que abraza islas inmensas,

en los millares de repliegues de sus abismos incógnitos,

allá están las naciones civilizadas,

con sus enormes capitales, brillando en la noche

hasta teñir el cielo de un color rosa,

aún sobre los jardines en sombra.

Los suburbios se prolongan hacia las ralas praderas,

los faroles alumbran las rutas que parten de la ciudad;

los trenes iluminados se deslizan sobre sus rieles;

los vagones restaurantes están llenos de gente a la mesa;

los coches esperan en oscuras hileras

la salida de los teatros, cuyas blancas fachadas se yerguen

bajo la luz eléctrica, que silba en la lechosa

incandescencia de los bombillos.

Las ciudades manchan la noche como constelaciones.

Las hay en la cima de las montañas,

en el nacimiento de los ríos, en medio de las llanuras,

y en las aguas mismas en donde reflejan sus fuegos rojos . . .

"Mañana todos los almacenes estarán abiertos, alma mía!"

 

Europa ¡tú satisfaces esos ilimitados apetitos

del saber, y los apetitos de la carne,

y los del vientre y los apetitos indecibles

y más que imperiales de los poetas,

y todo el orgullo del infierno,

(me he preguntado a menudo si no serías tú uno de los

escalones,

un Cantón adyacente al infierno).

¡Oh musa mía!, hija de las grandes capitales, tú reconoces

tus ritmos

en el ronroneo incesante de las calles interminables.

Ven, quitémonos nuestros trajes de noche y vistamos,

yo este usado abrigo y tú un traje de lana,

y mezclémonos con el pueblo que ignoramos.

¡Vamos a los bailes de los estudiantes y las modistillas!

¡Vamos a encanallarmos al Café-concert!

 

Esta nostálgica evocación de Europa y de los lugares que alberga amorosa la memoria del rico "amateur", junto con otras que veremos más adelante, nos revelan algunos de los más secretos resortes de Barnabooth. Se trata evidentemente de un americano, un americano que lleva en sí todas las sangres y la carga de todos los paisajes del nuevo continente: su padre era oriundo de Oswego, en un estado de la Unión Americana, su madre una bailarina australiana con la que casó en Chile el viejo Tycoon. Barnabooth nació en Campamento, cerca de Arequipa, en donde tenía su padre inmensos depósitos de minerales. De joven recibió esa educación tan característicamente americana en la que las humanidades, enseñadas por preceptores traídos de Europa, se combinan con la vida dura de la cordillera, el llano o la pampa y la fraternidad democrática con los peones y caporales. Europa será siempre para estos ricos herederos de América, que traen los sentidos despiertos y aguzados hasta el dolor, un denso y apacible recinto cargado de luces, de confort en donde la belleza se acumula metro a metro, a diferencia de las vastas extensiones americanas vacías, solitarias y, a la larga, tóxicas en su poder de disolver en el agua gris de sus grandes cielos los más sólidos puntales de la persona. Todo en Europa está a la mano, desde una catedral gótica hasta una finísima encuadernación en piel, desde un ávido lector de Teócrito, hasta la "poule de luxe" que conoce a fondo los impresionistas y los mejores vinos. Esta Europa que a la gran masa de sus habitantes le es algo natural, vedado a menudo en sus más refinados placeres, es gozada en toda su intensa y capitosa esencia por estos americanos del sur y del norte que la invaden a fines de siglo. Entiéndase, de paso, que no hay referencia posible en todo esto a los días actuales, hablamos de un pasado hace tiempo enterrado, de un pasado que sepultó sus últimos testigos en el barro del Marne y entregó sus entrañas a la metralla de Verdún. No hay paralelo posible, ni comparación que valga con los días que siguieron.

Decíamos que Barnabooth ve a Europa como un extranjero que la ha hecho suya ("vuelvo a encontraros en vuestros lechos perfumados. ¡Oh, mis amores!") hasta conocerla como no pueden hacerlo ya sus cansados habitantes confundidos entre un lumpen-proletariat que crece y muere de hambre y una burguesía desaforada que no encuentra salida ni razón a su existencia. Hay en Barnabooth otro rasgo enteramente americano; definitivamente criollo, su debilidad por los objetos de lujo, su sensibilidad desaforada por lo muelle, por lo probado por los siglos, por la luz tamizada ya sea de Londres o Florencia, un aferrarse a las cosas como tablas de salvación de la memoria, como faros que luchan contra la oscura invasión de la tumba. Las cosas se convierten en testigos permanentes de un pasar de los demás, que saben guardar un cierto aroma peculiar, un determinado juego de luces y, que los hace memorables. Pero este que pudiéramos llamar fetichismo estético, no tiene límites y cuando se tiene el poder ilimitado de un Barnabooth que todo puede comprar y hacer suyo, que tiene su vagón de lujo uncido a los grandes expresos europeos, se llega entonces a encontrar en las cosas que nos sirven, esas secretas voces que los europeos de otros tiempos escucharon en la armonía de la piedra, en el ritmo mesurado y desvaído de un paisaje o en la palabra escondida con sabiduría milenaria; es por eso que Barnabooth puede escribir esta Oda a los trenes de lujo:

Préstame tu fuerte ruído tu viva marcha tan suave,

tu deslizamiento nocturno a través de Europa iluminada,

¡oh tren de lujo! y la angustiosa música

que zumba a lo largo de tus pasillos de cuero dorado,

mientras detrás de las puertas laqueadas, con picaportes

de macizo cobre, duermen los millonarios.

 

Recorro canturreando tus pasillos

y sigo tu carrera hacia Viena y Budapest,

mezclando mi voz a tus cien mil voces,

¡oh Harmonika-zug!

Por primera vez sentí toda la dulzura de vivir

en una cabina del Nord-Express, entre Wirballen y Pskow.

Nos deslizábamos a través de praderas donde pastores

al pie de grupos de grandes árboles, semejantes a colinas,

estaban vestidos con pieles de corderos saladas y sin curtir...

(Las ocho de la mañana en otoño, y en la cabina de al lado

cantaba la hermosa cantante de ojos violeta).

Y vosotros, anchos ventanales, a través de los cuales vi pasar

Siberia y los montes del Samnium,

Castilla áspera y sin flores y el mar de Mármara bajo una

lluvia tibia,

prestadme, oh Oriente Express, Sud-Brenner-Bahn, prestadme

vuestros maravillosos ruidos en sordina y

vuestras vibrantes voces de prima de violín;

prestadme la respiración ligera y fácil

de las locomotoras altas y esbeltas, con movimientos

tan fáciles, las locomotoras de los rápidos,

que preceden sin esfuerzo a cuatro coches amarillos,

con letras de oro,

en las soledades montañosas de Serbia

y, más lejos, a través de Bulgaria llena de rosas.

 

¡Ah! es necesario que esos ruidos y ese movimiento

entren en mis poemas y digan

para mí mi vida indecible, mi vida

de niño que no quiere saber nada,

sino esperar eternamente cosas vagas.

 

Barnabooth lleva a Europa, además, otra noción absoluta y por entero nueva para los europeos: su conducta democrática, semejante en mucho a la de los antiguos griegos, esa noción Withmaniana de fraternidad que le permite alternar con la más exclusiva nobleza serbia o prusiana con una naturalidad y un señorío que esta clase va perdiendo, a tiempo que comparte sus placeres con el pueblo y aprende a vivir en su entraña con la misma espontánea sencillez. Un día -y esta anécdota pertenece al primer borrador de Barnabooth- un actor en desgracia acude a él, diciéndole: ‘‘Yo soy un artista". "Y yo -contesta Barnabooth- yo soy un burgués", y ordena que le pongan en la puerta. Otro día le pregunta a la sobrina del administrador y curador de sus bienes, una bella rubia de 16 años: "¿Eres honesta?" - "¡Señor, por favor!’’, contesta la muchacha. - "Hacemos Hamlet, ¿no lo ves pequeña?", responde el millonario riendo y agrega: "No quiero las mujeres honestas, sólo los hijos de... valen algo". Es por eso que no hay snobismo cuando Barnabooth frecuenta príncipes, ya que para él sólo interesan como seres, desde luego, dueños de un poder y de una educación que le atraen por su propia virtud y no porque estén unidas al prestigio de un nombre. De la misma manera cuando trata burgueses o gentes humildes va con ellos al grano, sin afectada sencillez y sin condescendencia. Pero no debe confundirse jamás este aspecto democrático en la relación personal con el que cunde y se desprestigia hoy miserablemente en la política. Barnabooth es democrático cada vez que entra en contacto con otro ser. Cuando se trata de la multitud, de la opinión pública, del bienestar de la mayoría, Barnabooth, un buen americano, nacido cerca del Ecuador, evita de inmediato a la bestia de mil cabezas, la teme y la desprecia y se convierte en el más aislado y aristocrático de los solitarios.

Otro aspecto enteramente americano de Barnabooth es su desmesurado sentido del espacio, su conocimiento, dominio y provecho de las grandes extensiones. Recorrer en su vagón de lujo unido al Orient-Express el camino de Estambul hasta Estocolmo, viajar en su yate desde Valparaíso hasta Cádiz o desde Koebenhavn hasta Bangkok, no es para él el periplo desmesurado y novelesco que sería para cualquier europeo, sino un viaje más para calmar sus nervios, olvidar una irascible amante toscana o devolver la visita de un amigo. No olvidemos que el gaucho que viaja desde el interior de la Pampa hasta Buenos Aires, o el sembrador de Matto Grosso que va hasta Río, o el llanero que viaja hasta Caracas o Bogotá, o el bussinesman que va de San Francisco a Chicago, recorren un espacio en el que caben tres o cuatro países de Europa. En otro fragmento de su poema "Europa" el millonario peruano rumía sus itinerarios:

 

En Colombia o en Nagasaki yo leo los Baedekers

de España y Portugal o del Imperio Austro-Húngaro

 

Y más adelante:

 

Y vosotros puertos de Istria y de Croacia

costas dálmatas en verde, gris y blanco puro...

 

Sólo los grandes espacios pueden apaciguar algo la sangre contradictoria y las noches de insomnio de este "buscador de lo absoluto", que urga en Europa como quien busca de prisa, en un cofre que guarda los antifaces de una fiesta olvidada, aquel que va a cubrirle esa parte del rostro por donde se le están revelando los lentos desgarramientos interiores que nunca le permitirán paz ni sosiego.

Y es que hasta aquí hemos evocado únicamente algunos atributos exteriores, los más evidentes y los que forman la ar- madura circunstancial del personaje y a los que él mismo alude cuando se ofrece como esposo a la muchacha inglesa que bailaba en el Savonarola y llevaba una vida algo más que escandalosa: "Mi nombre es Archibaldo Orson Barnabooth, de Campamento; tengo veintitrés años y una renta anual de cerca de diez millones ochocientas setenta mil libras esterlinas. Mi familia, originaria de Suecia, se estableció a principios del siglo XVIII a orillas del Hudson. Mi padre, aún joven, emigró a California, luego a Cuba y finalmente a Sur América en donde hizo fortuna. Soy huérfano, sin hermano ni hermana, absolutamente libre de vivir donde y como quiera. Gozo, por lo tanto, de amplios medios de vida, de una absoluta independencia y pertenezco a una familia honorable..." Sobre tan escuetos datos Larbaud ofrece la historia de un hombre. Hubiera sido un pasatiempo literario muy ingenuo para tan avisado conocedor como él dejar a la fantasía tejer sobre las posibilidades de la inmensa fortuna de Barnabooth y el cruce pintoresco de sangres y paisajes que chocaba en sus venas. La otra cara, el hondo pozo sin esperanza por el que se precipitan los días del hombre, se nos revela desde las primeras páginas del diario del rico "amateur". Ha llegado a Florencia desde Berlín. "Estoy hace cuatro horas -anota en la primera página- en esta curiosa ciudad americana, construida en el estilo del Renacimiento Italiano y en donde hay demasiados alemanes". Barnabooth acaba de vender todas sus propiedades, incluído su yate, sus automóviles, sus villas. A los 23 años desea ya ser eso que con tanta intención llama ‘‘un hombre libre" y su inmensa fortuna es el primer obstáculo que se le presenta para lograrlo. En Inglaterra ha vendido sus caballerizas y lo esperan en vano, en las verdes praderas de Warwick sus compañeros de polo, los Santa Pau, Pablo Barnero, Ladislao Sáenz, José María O’Rourke, los Peña-Tarrat. Barnabooth ha roto con su pasado de suramericano multimillonario y mundano y está tratando de cumplir con la experiencia de ser un hombre desasido del asfixiante tejido de compromisos en que lo tuviera preso su clase, su civilización y su juventud. Y a medida que avanza el diario vamos asistiendo a este encuentro del joven peruano con su propia y temprana madurez. Poco a poco nos vamos dando cuenta de que Barnabooth "ya sabe". Ya sabe que las grandes pasiones desembocan y se esfuman en ese usado y variable instrumento que es el hombre; ya sabe que detrás de toda empresa al parecer perdurable, de toda obra nacida del hombre, está el tiempo que trabaja tenaz para llevarlo todo al único verdadero paraíso posible: el olvido; sabe que nunca podrá comunicarse con otro ser, ni esperar de persona alguna esa compañía que tanto anhela, porque cada uno lleva consigo su propia, incompartible y turbulenta carga de sueños. Barnabooth ya sabe todo esto y cuando accede al diálogo lo sostiene a sabiendas de que es un juego con cartas marcadas, en el que cada uno juega su propio juego sin querer ni poder parar mientes en el de su contrario.

Entonces el Diario es simplemente el testimonio de cómo, a medida que ese conocimiento de Barnabooth va haciéndose más sólido y va penetrando zonas más profundas de su conciencia, en igual medida va él desligándose del placer superficial y exquisito de gozar esa Europa que se precipita hacia Sarajevo con sus complicados juegos mundanos y sus grandes expresos de lujo. Oigámoslo increpar al Viejo Continente:

«Yo soy un colonial. Europa nada quiere conmigo, nunca seré en ella otra cosa que un turista. Tal es el secreto de mis iras. Porque todavía hay en Europa países en donde la riqueza, que es una fuerza respetable, es respetada, y en donde los empleados de las tiendas en plan de estetas y de ruskinismo, no se befan aún de los ricos. Tenemos nuestra antigua casa, con su humilde fachada blanca dividida en cuadros por las viejas vigas oscuras: Inglaterra. Y existe la santa España de grandes iglesias doradas. Y a ellas venimos, nosotros los coloniales, como si el descubrimiento hubiera ocurrido hace unos días. Venimos plenos de recuerdos de las guerras indígenas, de la llegada de los Padres Peregrinos, del desembarco de Villegagnon en la bahía de Río y de los ‘Old Thirteen’. Todo esto ayer.

»¡Ah!, sentarse a la mesa de la gran civilización; ver al Papa, a los Reyes, a los Obispos asistir a la ceremonia de Creación de nuevos caballeros, a las misas pontificias, a la entrada del Lord Alcalde de Londres!, y tocar las Columnas del Partenón, las ruinas romanas de Nimes y de Pola, los pilares de las catedrales góticas, los tréboles emplomados de los vitrales de las casas Tudor!.

Después del episodio con Florrie Bailey, la bailarina de café-concert a quien se ofrece en matrimonio y ante el asombro de ser rechazado por la vigorosa razón y buen sentido de la joven prostituta, averigua que ella forma parte del grupo de espías que vigilan cada paso suyo por instrucciones de su curador Cartuyvels. Barnabooth deambula por las calles de Florencia noches y días, sin regresar a su hotel, hasta que topa de manos a boca con su automóvil de lujo que vendiera hace un año a su amigo el marqués de Poutuarey. Sube al coche y cuando va a arrancar, el marqués sale de una casa galante y estrecha en sus brazos al amigo que se desmaya de hambre y cansancio en los mullidos cojines de la Vorace. Al día siguiente parten hacia San Marino. El retrato que hace Barnabooth de Poutuarey indica ya cómo ha aprendido a juzgar a los hombres sin rencor, pero sin esperanza. Ante la expresión de amistad cordial que le depara el marqués en un momento del diálogo, Barnabooth anota:

«Poutuarey piensa que es halagador poder tratar de ‘mi querido amigo’ al hombre más rico del mundo. Me gusta esta vanidad humilde de las gentes que se muestran orgullosas de sus relaciones, de su dinero, de sus títulos nobiliarios, de su saber, de sus talentos. Lo encuentro conmovedor, yo que sufro por haber alcanzado el centro de la indiferencia y ver que las gentes gustan dejarse engañar por las apariencias de la vida. ¿Hay, pues, hombres lo suficientemente ingenuos como para, siendo nobles, despreciar a quienes no lo son? ¿Siendo sabios, creerse superiores a los ignorantes? ¿Siendo ricos, creerse por encima de los pobres? ¡Quién tuviera, ¡ay!, la frescura de alma de estos inocentes! Ser el abarrotero que detesta de todo corazón al abarrotero de enfrente, o el rico negociante retirado que se muere de ganas por ser recibido en casa de su vecino el hidalgo, o el hombre de letras que se cree importante porque hablan de sus libros. Pero, por otra parte, ¿no es también conmovedora la gran vanidad del orgullo que me invade al sentirme superior a todas esas pequeñas vanidades?" Estas o iguales reflexiones se irán sucediendo, cada vez más a menudo, en el diario del rico amateur. Su viaje con el marqués a San Marino y a Venecia. Su visita luego a Moscú, Sergievo y San Petersburgo. Su paso por Copenhague y su estancia en Londres, son un lujoso peregrinaje por gentes, ciudades y paisajes que fueron todo para él y de los cuales se va despidiendo para siempre, con anticipada nostalgia de quien no volverá a verlos nunca. En Londres, Barnabooth se casa con una paisana suya, Conchita Yarza. Ella y su hermana habían sido educadas en los mejores colegios de Inglaterra, por un capricho y un romántico impulso del joven multimillonario, que había recogido las dos huérfanas y se hiciera cargo de ellas, con el secreto designio, confiesa, de casarse con una de las dos.Y llegamos a las últimas páginas de su Diario, que nos muestran en toda su evidencia los secretos resortes de Barnabooth. Dicen así:

«Londres 8 de Enero. - Me doy cuenta de que cometo un error al condenar en bloque todo mi pasado. Aun en los años peor empleados, encuentro algunas acciones de las cuales aún puedo felicitarme. Por ejemplo: cuando, habiendo recogido a las señoritas Yarza, me propuse que fueran instruidas y educadas con todo cuidado, ya entonces pensaba que una de ellas pudiera ser para mí una agradable compañía.

»Es más, había contemplado la posibilidad de mi matrimonio con Concha. Pero ora lo consideraba como una derrota, ora como una solución extrema. Yo era el típico hombre que se resigna a casarse con su amante. El mundo no iba a examinar si Concepción Yarza era o no mi amante. ‘Se casó con una de esas muchachas a quienes sostenía’, escuchaba ya decir a uno de mis conocidos, con ese tono artificial de ciertos grupos. Era precisamente una de esas cosas que no debían haberme sucedido. Mi matrimonio, por el contrario, debía ser un golpe maestro que superase todo lo que las gentes de mi mundo pudiera prever. Me colocaría definitivamente en la gran aristocracia europea. Yo soñaba con la corona de Lady Barnabooth de Briarlea. En otras ocasiones mi matrimonio con Concepción Yarza adquiría un valor simbólico. La antigua idea pueril, la necesidad de ‘reparación social’, entraba en juego. Qué desafio lanzado a mi mundo, ¿cómo explicar mejor a todas las jóvenes de la aristocracia de sangre y de dinero, el caso que yo hacía de ellas?

»Cuán tímido era entonces, cuán preocupado por la opi-nión, aun en mi propia rebelión contra ella. El gran signo, por el cual conozco que me he despojado de la antigua tontenía, es que cuido -al fin- de gustarme primero a mí mismo. Presiento que voy a ser feliz; ¿debo confesar que aún vacilo en serlo?

»No continuaré con mi Diario, lo escrito hasta aquí estará mañana en la noche en París, en donde será publicado, poco me importa cómo y cuándo, con una nueva edición de mis Borborygmos. Es el último capricho que me pago. Mis amigos de Chelsea, me habían pedido, a manera de recuerdo, esas que llaman, sin reír, mis obras completas. Pues bien, las van a tener; desde Francia les enviarán el volumen. Pero lo que ellos piensen... eso me es igual. Publicando este libro me desembarazo de él. El día en que aparezca será el mismo en que dejaré de ser autor. No reniego de él por entero: él termina y yo comienzo. No me busquéis en él; yo estoy en otra parte, estoy en Campamento, América del Sur.

»Acabo de levantar la cortina y de mirar a la noche. He visto el square que duerme, entre las rejas, sin movimiento ni color entre la bruma. He aquí las casas respetables que no abandonan jamás su dignidad, ni aun en su sueño. Y detrás de ellas la falsa jerarquía del Viejo Mundo, sus pequeños placeres sin variedad y sin peligro, cuántas emboscadas miserables me ha tendido, las brillantes carreras que ha propuesto a mi actividad: negocios, políticas, literatura... Me imagino si continuará escribiendo poesía en versos libres franceses, publicando de tiempo en tiempo una colección de pastiches del género de la Oda a Tournier de Zamble: Ievropa, o diluyendo mis impresiones de Italia. Gracias a Dios ya no estoy enfermo y nadie me obliga a guardar cama. Otros poemas no aparecerán jamás.

»Pequeña feria de vanidades, dulzuras de Europa, muy pronto tomaríais todo de mí, todo excepto lo que ofrezco con tanto amor: la sabiduría adquirida tan penosamente y mi espíritu de aplicación y obediencia. Qué bella calma en las pálidas fachadas con las cortinas corridas. Pero bien pronto habrán de despertar a su fea existencia: servidumbre y patrones. Y su respetabilidad considerará, con aire de altiva desaprobación, el desorden de mi partida. ¡Ah! cómo comprendo ese reproche: Viejo Mundo, nos separamos enojados. Y me siento tan ajeno a todo lo que aquí se hace, que bien pudiera quedarme si no hicieran tanta falta a mis ojos los Andes y las pampas. Viejo Mundo, ¡olvídame como yo te olvido!, comienzo a perder el hábito de pensar en francés. Mi lengua natal, poco a poco, al hablarla todos los días en familia, torna a ser mi lenguaje interior. Una a una se reaclimatan en mi espíritu esas palabras castellanas que me traen tantos recuerdos, los más oscuros y los más queridos, de los confines mismos de mi vida. Olvídame, Europa; arrastra mi nombre y mi recuerdo por el lodo. Ahí tienes tus monedas, recógelas, ¿quieres mi espolio, quieres mi honor? Me despojo como si fuese a morir y me voy, desnudo y contento...

»Cuatro de la mañana. Esperaré el alba. He encendido todas las luces de la casa y el papagayo al que la claridad ha despertado y que se agita en su jaula en la cumbre de una pila de valijas no cesa de hablar: ‘Loro. . . lorito. Lorito real’...»

El Diario termina con un poema titulado Epílogo, que cierra para siempre la vida europea de hombre libre y las obras del rico amateur, dice así:

EPÍLOGO

Con el blanco barniz de los estrechos pasillos,

los techos bajos, el dorado de los salones,

el piso que vibra en un secreto temblor

y la oscilación del agua en las garrafas,

comienza ya, aquí,

antes de la partida y del oleaje, la nueva vida.

Me acordaré de la vida europea:

del pasado que sonríe recostado en los tejados,

las campanas, el camposanto, las voces tranquilas,

la bruma y los tranvías, los bellos jardines

y las lisas y azules aguas del Sur;

recordaré los veranos, las tormentas,

el cielo malva con pozos de sol y el viento tibio,

escoltado de insectos, que pasa violando

la tierna desnudez de las hojas,

y al atravesar todos los setos y todos los bosques,

canta y silba y en los parques reales, consternados,

retumba,

mientras que sobre la floresta, el árbol vampiro,

el cedro, alzando sus negras alas, ladra.

Recordaré ese sitio en donde el invierno

se refugia en los meses de estío:

esa morada de hielo y rocas negras y negros cielos,

donde en medio del puro silencio

se encuentran Germania y Roma.

Ya sé que en breve

volveré a ver ese otro lugar de aguas nuevas

donde el Mersey, limpio al fin de ciudades,

inmenso, lentamente ola por ola,

se vacía en el cielo y en donde,

primera y última voz de Europa, en el umbral de los mares,

sobre su cuna de madera, en su jaula de hierro,

una campana desde hace cuarenta años habla sola.

Así mi vida, así el grave amor sellado,

y la paciente plegaria, hasta el momento

en que la muerte, con su mano de huesos

ha de escribir...

FIN

 

Y así se despide Barnabooth de Europa y de sus lectores y torna para siempre a la vasta y virgen extensión de su patria andina. ¿Qué moraleja, si es que alguna hay, cabría deducir de esta historia? Muchas, tal vez tantas como lectores recorran sus páginas, como es el caso de todas las historias memorables. Permítaseme, entonces, enunciar la mía: Yo veo en la vida y las obras de Barnabooth un agudo tratado sobre el exilio. No valen al rico "amateur", ni la inmensidad de su fortuna, ni la agudeza de su ingenio, ni los goces que ambos le proporcionan al combinarse infinitamente en las sabias encrucijadas europeas. Siempre será Barnabooth un exiliado, siempre lo hubiera sido, a no ser por el advenimiento de su madurez y con ella el descubrimiento de una verdad esencial: sólo podemos ser nosotros, sólo tienen nuestras palabras y las voces más secretas del alma una respuesta cabal y apaciguadora, en la tierra y entre las gentes que tejieran con nosotros los largos sueños de la infancia, allí donde al agua es el agua y en modo particular a nosotros nos habla, allí donde las altas montañas enredan el viento y lo precipitan en las grandes tormentas del trópico, allí donde una mirada es un diálogo permanente y nunca truncado, sólo allí nos será dado vivir sin la contradicción dolorosa de una sangre que reclama su suelo. Quien pretenda, por otros caminos, buscar en lo ajeno a su ser una razón permanente de vida, vivirá la secreta miseria del exilio. Barnabooth regresa a Campamento con una dulce y anticipada nostalgia de Europas, de la Europa de los grandes expresos, las altas catedrales y las ciudades iluminadas, pero sabe que esa nostalgia le hará más grato el encuentro y rescate de su tierra, la cual quiso olvidar y negar un día vanamente. Descubre que toda la fuente de su angustia insatisfecha, paseada por los grandes Palace y los mullidos cojines de su yate o de su vagón uncido a los expresos de lujo estaba en ser y permanecer un extranjero, en ser, como dijera Perse:

‘‘Gente de poco peso en la memoria de estos lugares’’.

 

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Osip Mandelstam

RECUERDOS SOBRE MANDELSTAM*

(Prólogo de Los cuadernos de Voronez,  publicado por Ediciones Igitur)

1

Mandelstam era un magnífico conversador: no se es-cuchaba y se respondía a sí mismo, como hacen ahora casi todos. En la conversación se mostraba educado, ingenioso y hablaba de temas infinitamente diversos. Nunca le oí repe-tirse o echar mano de temas trillados. Osip Emilievich [Man-delstam] tenía una capacidad extraordinaria para aprender lenguas. Recitaba de memoria en italiano páginas enteras de la Divina Comedia. Poco antes de su muerte le pidió a Nadia [Nadiezhda Mandelstam] que le enseñara inglés, una lengua que desconocía por completo. Hablaba de poesía de manera espléndida y subjetiva, y a veces se mostraba sorprenden-temente injusto, por ejemplo con Blok. De Pas-ternak decía: "He pensado tanto en él que hasta me he cansado" y "Estoy seguro de que no ha leído ni una sola línea mía". De Marina: "Soy anti-Tsvietáieva".

Con la música se sentía como en su propia casa, tenía una relación muy especial con ella. Lo que más temía era quedarse mudo. Llamaba a eso sofoco. Cuando tenía un ataque de asma, sentía verdadero pánico y se ponía a pensar absurdas razones para explicar esa desgracia. La segunda y más frecuente causa de su pesadumbre eran los lectores. Siempre tenía la impresión de que no le apreciaban aquellos que él quería, sino otros. Conocía bien y recordaba la poesía ajena, y a menudo se deleitaba recitando de memoria algunos versos que había leído. Por ejemplo:

En el barro que hierve por las pisadas de los caballos

Está tirada la ropa blanca del hermano-nieve...

Sólo los recuerdo con su voz. ¿De quién son?

Le gustaba hablar de lo que él llamaba "idolatría". A veces, cuando quería entretenerse a mi costa, contaba cual-quier cosa sin importancia. Por ejemplo, me contó que en su juventud había traducido el verso de Mallarmé "La jeune mère allaitant son enfant" (‘‘La joven madre alimentaba a su hijo") como "La joven madre se alimentaba de sueño". Nos reímos tanto que caímos en un diván al cual le crujían todos los muelles, en "Tuchka" (La nubecita) y casi nos morimos de risa, como la muchacha del Ulises de Joyce.

Conocí a Osip Mandelstam en "La torre" de Viacheslav Ivánov en la primavera de 1911. Por entonces, era un joven flaco, con un lirio en el ojal, una cabeza grande echada hacia atrás y largas pestañas. Lo vi por segunda vez en casa de los Tolstói, en Staro-Nevski (la vieja avenida Nevski); él no me reconoció, y Alexei Nikolaevich [Tolstói] le preguntó quién era la mujer de Gumiliov y él hizo señas con las manos de que era yo la del sombrero grande. Temí que sucediera algo irreparable y me presenté yo misma.

Ese fue mi primer Mandelstam, el autor de La Piedra verde (editorial "Acmé") con esta dedicatoria: "A Anna Ajmátova, llamarada de conocimiento en días inmemoriales. Respetuosamente, el Autor".

Con su peculiar y adorable autoironía, a Osip le encan-taba contar cómo un viejo hebreo, dueño de la tipografía en que se imprimió La piedra, le felicitó por la publicación del libro, estrechándole la mano y diciéndole: "Joven, usted escribirá cada vez mejor".

Le veo como a través de la rara niebla de la isla Vasilievs-ki y en el antiguo restaurante "Kinshi" (en la esquina de la Segunda Línea y el Bolshói Prospekt; ahora hay allí una peluquería), donde, según la leyenda, Lomonósov solía tra-bajar y adonde nosotros (Gumiliov y yo) íbamos a desayunar desde "Tuchka" (La nubecita). No hubo ni podía haber ninguna reunión en "Tuchka", que era, sencillamente, la habitación de estudiante de Nikolai Stepanovich [Gumiliov] y, donde ni siquiera nos podíamos sentar. La descripción de las reuniones "five o’clock" de Georgui Ivánov (en Poetas) es una invención desde la primera hasta la última palabra. N. V. Nedóbrovo no pisó el umbral de "Tuchki".

Ese Mandelstam es el generoso colaborador, si no coau-tor de la "Antología de la estupidez antigua", que los miembros del Taller de los Poetas componían (casi todos, excepto yo) antes de cenar: "Lesbia, dónde estuviste", "El hijo de Leonid era avaro"(...)

En los años diez nos encontramos, naturalmente, en todas partes: en las redacciones, en casa de conocidos, en los viernes de "Hiperborrea", esto es, en casa de Lozinski, en "El perro errante" (Brodiachaya sobaka), donde, por cierto, me presentó a Maiakovski. Una vez en "El perro", cuando todos estaban cenando y armando ruido con la vajilla, Maiakovski se puso a recitar poesía. Osip Emilievich [Mandelstam] se acercó a él y le dijo: "Maiakovski, deje de recitar. Usted no es una orquesta rumana". Eso sucedió ante mis ojos (entre 1912 y 1913). El ingenioso de Maiakovski no supo qué contestar; eso lo contaba con mucha gracia Jardzhiev. Tam-bién nos veíamos en la "Academia del verso" (La Sociedad de los defensores de la palabra artística, donde reinaba Viacheslav Ivánov), y en las reuniones hostiles a esa Academia, del Taller de los Poetas, donde Mandelstam pronto se convirtió en el primer violín. Por entonces, escribió un poema misterioso (y no muy logrado) sobre "El ángel negro en la nieve". Nadia [Mandelstam] afirma que está dedicado a mí (...)

Gumiliov estimó pronto y bien a Mandelstam. Se co-nocieron en París. (Véase el final del poema de Osip sobre Gumiliov. Allí se dice que Nikolai Stepánovich iba maqui-llado y con sombrero de copa:

Pero en Petersburgo el acmeísta está más cerca de mí

Que el Pierrot romántico de París.

Los simbolistas nunca les aceptaron.

También me visitó Osip Emilievich en Zárskoe Seló. Cuando estaba enamorado, lo que sucedía con bastante frecuencia, yo era, en algunas ocasiones, su confidente. A la primera que recuerdo es a Anna Mijailovna Zelmanova-Chudovskaya, una bella pintora. Ella le hizo un dibujo con fondo azul oscuro y la cabeza echada hacia atrás (¿en 1914?), en la calle Alexeevski. Él no escribió versos a Anna Mijailovna, de lo cual se quejaba amargamente ante mí, ya que no era capaz de escribir poemas de amor. La segunda fue Tsvietáieva, a la cual dedicó poesías de Crimea y Moscú; la tercera es Salomé Andronikova (Andreeva, ahora Galpern, a quien Mandelstam inmortalizó en su libro Tristia: "Cuando no duermes, Solominka, en tu inmenso tálamo...". Recuerdo ese tálamo suntuoso de Salomé en la isla Vasilievski).

Desde luego que Mandelstam fue a Varsovia y que le llamó enormemente la atención el ghetto (de eso se acuerda M.A.Z.), pero de su intento de suicidio, del que habla Gueorgui Ivánov, ni siquiera Nadia [Mandelstam] ha oído hablar, ni de Lipochka, la hija que dicen nació allí.

Al comienzo de la revolución (1920), cuando yo vivía completamente sola y ni siquiera le veía, él se enamoró de Olga Arbénina, atriz del teatro Alexandrinski que luego se casaría con Yu, Yúrkina, y le escribió los poemas ("Porque no supe retener tus manos" y otros). Dicen que los manuscritos se perdieron durante el bloqueo, sin embargo yo los ví hace poco en casa de J.

A todas esas damas de antes de la revolución (temo que entre ellas me encuentro yo), él las llamó al cabo de muchos años "dulces europeas":

Y de las bellezas de entonces, de esas dulces europeas,

¡Cuánta confusión, desgarro y desgracia recibí!

 

2

Mandelstam saludó a la revolución como poeta maduro y conocido, al menos en un pequeño círculo.

(Su alma estaba llena de todo lo que ocurría).

Mandelstam fue uno de los primeros en escribir poesía de tema cívico. Para él la revolución fue un gran acon-tecimiento, y no es casual que la palabra "pueblo" aparezca en su poesía.

Ví con bastante frecuencia a Mandelstam entre 1917 y 1918, cuando yo vivía en Vyborg en casa de los Sreznevski (en la calle Botkinskaya, 9), no en la casa extraña, sino en el piso del viejo doctor Viacheslav Sreznevski, marido de mi amiga Valeria Serguievna.

Mandelstam venía a visitarme a menudo y recorríamos en un coche de simones los increíbles baches del invierno de la revolución, entre célebres hogueras que ardieron casi hasta mayo, escuchando el tableteo de fusiles, que no sabía-mos de dónde procedía.

Así íbamos a las veladas organizadas en la Academia de las Artes a beneficio de los heridos, y en las que intervenimos los dos en algunas ocasiones. Osip Emilievich [Mandelstam] estuvo conmigo en el concierto de Butomo-Nazvanóva en el Conservatorio, en el que ella cantó a Schubert (véase: "Esa tarde no resonaba el bosque ojival del órgano: nos cantaban a Schubert...").

De esa época son todos los poemas dedicados a mí: "En los instantes floridos no busqué..." (de diciembre de 1917); se refiere a mí la profecía, en parte cumplida:

"Algún día en la loca ciudad,

en la fiesta de los escitas, a orillas del Neva,

al son de un baile abominable

alzarán la toca de tu bella cabeza."

 

También me está dedicado: "Tu pronunciación asom-brosa..."

Además, en diferentes momentos, Mandelstam me de-dicó cuatro cuatertos:

 

1. "Quieres ser un juguete" (1911)

2. "Los rasgos faciales desfigurados...’’ (años 10)

3. "Las abejas se acostumbran al apicultor..." (años

30)

4. "Nuestra relación está en declive..."

 

Después de algunas dudas, decido recordar en estas notas, que tuve que explicar a Osip que no debíamos vernos tan a menudo, ya que eso podía dar a la gente pie para hacer comentarios perversos sobre nuestra relación. Después de lo cual, más o menos, en marzo, Mandelstam desapareció. Aun-que por entonces todo a nuestro alrededor era bastante confuso e informe -alguno desaparecía para siempre, otro por un tiempo, y a todos nos parecía que se habían ido a las afueras, por supuesto que no en el sentido actual de esa palabra; por decirlo así, no había un centro (la observación es de Lozinski)-, a mí no me sorprendió la desaparición de Osip Emilievich(...)

Vi de nuevo a Mandelstam, de paso, en Moscú en 1918. En 1920 pasó por mi casa de la calle Serguiévskaya (en Petersburgo) una o dos veces (...)

El verano de 1924 Osip Mandelstam trajo a mi casa (en Fontanka, 2) a su joven esposa. Nadia era lo que en francés dicen "laide mais charmante". Desde ese día comenzó mi amistad con Nadia, que llega hasta hoy día.

Osip quería con locura a Nadia. Cuando la operaron de apendicitis en Kiev, él no salió del hospital y vivió en una habitación del portero del hospital. No abandonó por un momento a Nadia, no le dejó que trabajara, era muy celoso y le pedía consejo sobre cada palabra de su poesía. En general, no he visto nada parecido en mi vida. La correspondencia de Mandelstam a su esposa confirma plenamente mi impresión.

En 1925 viví con los Mandelstam en un pasillo de la pensión de Zaitsev en Zárskoe Seló. (...) Los Mandelstam pasaron un invierno en Zárskoe Seló, en el Liceo [Imperial], a causa de la salud de Nadia. (...) A Mandelstam no le gustó vivir allí. Detestaba con todas sus fuerzas los llamados "ceceos imperiales" de Gollerbraj y Rozhdestvenski y la especulación en nombre de Pushkin.

Mandelstam tenía una relación muy singular, casi te-rrible con Pushkin. Me parece ver en ella una especie de au-reola de pudor sobrehumano. Estaba en contra de cualquier "pushkinismo". Respecto al verso de Pushkin, "El sol de ayer llevan en negras parihuelas...", ni Nadia ni yo lo conocíamos y sólo ha salido a la luz ahora de los borradores (en los años cincuenta). Mandelstam cogió mi "Último cuento", esto es, mi artículo sobre "El gallo de oro" [de Pushkin], de mi mesa, lo leyó y dijo: "Vamos a jugar una partida de ajedrez". (...)

De los escritores contemporáneos, Mandelstam tenía en gran estima a Bábel y a Zóschenko. Mijail Mijailovich [Zóschenko] lo sabía y se sentía muy orgulloso de ello. A quien más detestaba Mandelstam por algún motivo era a Leónov.(...)

En otoño de 1933 Mandelstam obtuvo por fin (lo ce-lebro) un piso (dos habitaciones, quinto piso, sin ascensor, gas ni baño) en la travesía Naschokinski ("El piso es silencioso, como el papel..."), y la vida errante pareció aca-barse. A esa casa llevó libros por primera vez. En su mayoría, se trataba de viejas ediciones de poetas italianos (Dante, Petrarca).

Pero nada había acabado, todo el tiempo hacía falta llamar a algún sitio, esperar algo, confiar en algo. Y nada de todo eso resultaba bien. Osip Emilievich era enemigo de las traducciones de poesía. Una vez, en el piso de Naschokinski, le dijo a Pasternak en presencia mía: "Sus obras completas consistirán en doce tomos de traducciones y sólo uno de sus propias poesías". Mandelstam sabía que en las traducciones se escapa la energía creadora, y conseguir de él que tradujera era algo casi imposible. A su alrededor había mucha gente, a menudo bastante turbia y casi siempre inútil.

Sin tener en cuenta que aquellos tiempos eran relati-vamente "vegetarianos", una sombra de infelicidad y condena habitaba esa casa. Íbamos por Prechistenka (en febrero del 34) y no recuerdo de qué hablábamos. Giramos al bulevar Gogolievski (Bulevar de Gógol) y Osip dijo: "Estoy preparado para la muerte". De eso hace ya 28 años y siempre que paso por ese sitio me acuerdo de ese instante.

Durante bastante tiempo no vi a Osip y a Nadia. En 1933 los Mandelstam vinieron a Leningrado con alguna invitación. Se alojaron en el "Hotel de Europa". Osip tenía dos veladas poéticas. Acaba de aprender italiano y estaba tan apasionado por Dante que recitaba de memoria páginas enteras de la Divina Comedia. Nos pusimos a hablar del "Purgatorio" y yo recité un pasaje del canto XXX (la apari-ción de Beatriz):

 

Sopra candido vel cinta d’oliva

Donna m’apparve, sotto verde manto,

Vestita di color di fiamma viva.

................ .................

........................ "Men che dramma

Di sangue m’e rimaso non tremi:

Conosco i segni dell’antica fiamma"

(Cito de memoria)

 

Osip se echó a llorar. Me asusté: "¿Qué pasa?". "No, no es nada, sólo son esas palabras y su voz". No me corresponde a mí recordar eso. Si Nadia quiere, que se acuerde.

Osip me recitó de memoria fragmentos del poema de N. Kliuev: "Los difamadores del arte", que fue la causa de la muerte del infeliz Nikolai Alekseevich [Kliuev].

Una vez, cuando yo reproché algo a Esenin, Osip me respondió que se podía perdonar a Esenin sólo por el verso: "No fusilé a los infelices en los calabozos..."

En general, era difícil sobrevivir: sólo conseguíamos al-gunas traducciones, algunas reseñas y algunas promesas. El dinero apenas llegaba para pagar el piso y comprar la comida. En esa época, el aspecto de Mandelstam cambió mucho: más cargado de hombros, con más canas, y con asma, daba la impresión de ser un anciano y sólo tenía cuarenta años. Sólo sus ojos brillaban como antes. Y su poesía era cada vez mejor, y su prosa también. (...)

Recuerdo muy bien una de nuestras conversaciones de entonces sobre poesía. Osip Emilievich, quien sufría agudamente lo que hoy se llama "culto a la personalidad", me dijo: "Ahora la poesía debe ser cívica" y me recitó [su poema sobre Stalin]: "Vivimos sin sentir el país a nuestros pies..." De esa época es su "teoría del conocimiento de las palabras". Mucho más tarde afirmó que la poesía, festiva o trágica, se escribe sólo como resultado de una aguda conmo-ción. Del poema en que alababa a Stalin: "Quiero decir no Stalin, sino Yugashvili" (1937), me dijo: "Comprendo ahora que se trataba de una enfermedad".

Cuando le recité a Osip mi poema "Te llevaron al al-ba..." (1935) [el poema inicial de Requiem, sobre el arresto en 1935 de N. N. Punin, marido de Ajmátova], me dijo: "Se lo agradezco".

A su vez, Mandelstam me recitó justo el último verso de su poema "Un poco de geografía" ("No una ciudad europea..."):

Él, celebrado como primer poeta,

Pecador nuestro, y tuyo.

El 13 de mayo de 1934 le arrestaron. Ese mismo día, tras varios telegramas y llamadas de teléfono, llegué a casa de los Mandelstam desde Leningrado (donde había tenido lugar poco antes su incidente con [Alexei] Tolstói). Éramos todos tan pobres por entonces que para comprar el billete de ida y vuelta tuve que empeñar la medalla de la condecoración, (la última concedida por Remizov en 1921) (me la entregaron ya después de la huida de Remizov en 1921) y el busto que me había hecho Danko en 1924 (Lo compró S. Tolstaya para el museo de la Unión de Escritores).

La orden de arresto había sido firmada por el mismo Yágoda. El registro duró toda la noche. Buscaban poemas y estuvieron buscando entre los manuscritos que había tirado a un baúl. Nosotros estuvimos sentados en una habitación. Todo estaba en silencio. Tras la pared, en casa de Kirsánov, sonaba una guitarra hawaiana. Ví cómo el inspector encontró "El lobo" ("Por el valor ruidoso de los siglos venideros...") y se lo mostró a Osip Emilievich. Él asintió en silencio. Al despedirme, me besó. Se lo llevaron a las siete de la mañana. Había mucha luz. Nadia fue a casa del hermano, y yo a casa de Chulkov, en el bulevar de Smolensk, 8, y acordamos juntarnos en alguna parte. Al regresar a casa juntas, arregla-mos el piso, y nos sentamos a desayunar. De nuevo golpearon en la puerta, de nuevo eran ellos, de nuevo un registro. Yevgueni Yakovlevich [Jazin] dijo: "Si vienen otra vez, le llevarán a usted con ellos". Pasternak, en cuya casa estuve ese mismo día, fue a interceder por Mandelstam a "Izvestia", ante Bujarin, y yo, fui al Kremlin a ver a Enukidze. (Por entonces acceder al Kremlin era casi un milagro. Ello fue posible gracias a la gestión del actor Ruslanov (del Teatro Vajtangov), a través del secretario de Enukidze). Enukidze estuvo bastante amable, pero enseguida preguntó: "¿es posible que haya algún poema?" Con esas gestiones se aceleró y, seguramente, se suavizó el desenlace. La condena fue de tres años en Cherdin, donde Osip se tiró por la ventana del hospital porque le pareció que iban a por él. (Véase la tercera estrofa de las "Estanzas") y se rompió el brazo. Nadia envió un telegrama al Comité Central. Stalin ordenó revisar el caso y autorizó la elección de otro lugar para cumplir la condena. Después llamó a Pasternak. Lo demás es demasiado conocido.

Fui con Pasternak a casa de Usievich, donde nos encontramos con los jefes de la Unión [Soviética] y con muchos jóvenes marxistas. Estuve también en casa de Pilniak, donde vi a Baltrushaitis, Spet y S. Prokofiev.

En ese tiempo el antiguo síndico del Taller de los Poetas, Serguei Gorodetski, al participar en algún acto, pronunció la siguiente frase inmortal: "Esos versículos de una tal Ajmátova, que se pasó a la contrarrevolución"; incluso en la "Literaturnaya Gazeta" (Revista Literaria), que publicó un informe de esa reunión, se suavizaron esas palabras auténticas (Véase la "Literaturnaya Gazeta’’ de mayo de 1934).

Bujarin, al final de su carta a Stalin escribió: "Y Paster-nak también está preocupado". Stalin informó que había dado la orden de que todo estuviera en orden con Mandelstam. Le preguntó a Pasternak porqué no había intercedido. "Si mi amigo poeta cayera en desgracia, haría todo lo posible para salvarle". Pasternak le respondió que si él no hubiera inter-cedido, Stalin no conocería ese caso. "¿Por qué no se dirigió a mí o a las organizaciones de escritores?" -"Las organizaciones de escritores no tratan esos asuntos desde el año 1927"-"Pero, ¿acaso es su amigo?" Pasternak se quedó callado y Stalin, tras una breve pausa, continuó la pregunta: "¿Es acaso un maestro, un maestro?" Pasternak respondió: "Eso no importa".

Borís Leonídovich [Pasternak] pensó que Stalin le esta-ba poniendo a prueba para saber si conocía o no el poema y por eso se mostró inseguro.

"¿Porqué siempre hablamos de Mandelstam y de Man-delstam? Hace tiempo que quería hablar con usted"-"¿De qué?" "De la vida y la muerte". Stalin colgó.

Nadia nunca fue a casa de Borís Leonídovich y no le pidió nada, como escribe Robert Pane.

De los hombres, fue a visitar a Nadia un tal Perets Markish. Muchas mujeres acudieron a su casa ese mismo día. Recuerdo que eran guapas y muy bien vestidas, con vestidos ligeros y primaverales: Sima Narbut, quien todavía no había sido atacada por la desgracia; la mujer de Senkevich, a quien llamábamos "la cautiva turca"; Nina Olshevskaya, de ojos claros, esbelta y extraor-dinariamente tranquila. Nadia y yo estábamos sentadas con prendas arrugadas, pálidas y entumecidas. Con nosotros estaba Emma Guerstein y el hermano de Nadia.

Al cabo de quince días, temprano por la mañana llama-ron por teléfono a Nadia y le dijeron que si quería acompañar a su marido, debería estar en la estación de Kazán por la tarde. Todo había terminado. Nina Olshevskaya y yo fuimos a conseguir dinero para el viaje. Dieron mucho. Elena Ser-guievna Bulgákova lloró y me puso en la mano todo el dinero que tenía en su bolso.

Nadia y yo fuimos juntas a la estación. Antes, fuimos a la Lubianka a por los documentos. Hacía un día claro y soleado. Desde cada ventana nos miraban los bigotes de cucaracha del "culpable del festejo". Tardaron mucho en traer a Osip. Estaba en tan mal estado que ni siquiera podían sentarle en el furgón policial. Mi tren (que salía de la estación de Leningrado) se marchaba y no podía esperar. Los hermanos, esto es, Yevgueni Yakovlevich Jazin y Alexander Emilievich Mandelstam me llevaron allí y luego regresaron a la estación de Kazán, y sólo entonces llevaron a Osip, con quien ya estaba prohibido hablar. Siento mucho que no pudiera esperarle y que él no me viera, porque por eso empezó a pensar en Cherdin que me habían matado. (Fueron leyendo a Pushkin bajo la escolta "de los bravos muchachos de la férrea puerta del GPU").

En ese tiempo tuvieron lugar los actos preparatorios del primer congreso de escritores (año 1934) y también a mí me enviaron una encuesta para que la rellenara. El arresto de Osip me causó tanta impresión que ni podía levantar la mano para rellenarla. En ese congreso Bujarin nombró a Pasternak primer poeta (para espanto de Demián Bedni), me criticó duramente y, probablemente, no dijo ni una sola palabra sobre Osip.

En febrero de 1936 estuve en casa de los Mandelstam en Voronezh y conocí todos los pormenores de su "caso". Me contó cómo, en un ataque de locura, echó a correr por Cherdin y se le apareció la imagen de mi cuerpo fusilado, de lo cual habló en voz alta a quien se encontró por la calle, y que los arcos en honor de Cheliushkin los consideraba erigidos en su honor.

Pasternak y yo fuimos a ver al magistrado de turno del Tribunal Supremo para interceder por Mandelstam, pero en aquel tiempo ya había comenzado el terror y todo fue inútil.

Resulta sorprendente que la libertad plena, la grandeza y el aliento profundo surgieran en la poesía de Mandelstam precisamente en Voronezh, cuando carecía de libertad.

Al regresar de casa de los Mandelstam, escribí el poema "Voronezh", que termina así:

 

Pero en el cuarto del poeta caído en desgracia

Miedo y musa se turnan en la guardia.

Y viene una noche

Que no conoce el alba.

(El paso del tiempo, 1965)

De sí mismo en Voronezh, Osip dijo: "Por naturaleza soy alguien que espera, por eso mismo, estar aquí me es aún más difícil".

Al comienzo de los años 20 (en 1923), Mandelstam por dos veces criticó duramente mi poesía en las revistas ("El arte ruso", nº 1, 2-3). Nunca hablamos de eso. Y tampoco me habló de sus elogios a mis versos. Sólo ahora los he leído (la reseña en el "Almanaque de las Musas" (1916) y la "Carta sobre la poesía rusa" (1922, Jarkov)).

Allí, en Voronezh, le obligaron, con no muy buenas intenciones, a dar una conferencia sobre el acmeísmo. No debe olvidarse lo que él dijo en 1937: "No reniego ni de los vivos ni de los muertos". A la pregunta de qué era el acme-ísmo, contestó: "La nostalgia de la cultura universal"(...)

¿Raro? ¡Claro que era raro! Por poner un ejemplo, echó a la calle a un joven poeta que había ido para quejarse de que no le publicaban. El joven, turbado, bajaba las escaleras y Osip le gritó desde el descansillo del piso de arriba: ‘‘¿Publica-ron a André Chénier? ¿Publicaron a Safo? ¿Publicaron a Jesucristo?"

S. Lipkin y A. Tarkovski cuentan con gusto hasta hoy cómo Mandelstam les regañó por sus versos de juventud.

Artur Sergueievich Lurje, quien conoció bien a Mandelstam y escribió con mucha dignidad sobre la relación de Osip Mandelstam con la música, me contó (en los años diez) que una vez iba con Mandelstam por la avenida Nevski y vieron a una señora muy imponente. Osip propuso ingenio-samente a su compañero: "Quitémosle todo eso y se lo damos a Anna Andreevna [Ajmátova]. (Todavía Lurje puede verificar la exactitud de esa frase).

Le disgustaban las mujeres a las que les gustaba El rosario*. Cuentan que una vez fue a casa de los Kataiev y conversó amablemente con la bella dueña de la casa. Al final, quiso probar el gusto de la dama y le preguntó: "¿Le gusta Ajmátova?" Y ella contestó con naturalidad: "No lo he leído", tras lo cual, el invitado montó en cólera, dijo groserías y se marchó furioso. Él no me lo contó.

En el invierno de 1933-34, cuando me alojé en casa de los Mandelstam en Naschokinski, en febrero de 1934 me invitaron a una velada los Bulgákov. Osip se preocupó: "¿Quie-ren traerla a la literatura de Moscú?" Para tranquilizarle, le dije sin acierto: "No, Bulgákov es un marginado. Seguramente habrá allí alguien del Teatro del Arte. Osip se enojó. Se puso a andar por la habitación y gritó: "¿Cómo alejar a Ajmátova del Teatro del Arte?"

Un día Nadia llevó a Osip a esperarme a la estación. Él se levantó temprano, helado y de mal talante. Cuando bajé del vagón me dijo: "Ha venido usted a la velocidad de Anna Karenina".(...)

¿Raro? ... No es ése el asunto. ¿Porqué los escritores de memorias (del tipo de Shatski-Strajovski, E. Mindlin, S. Makovski, G. Ivánov, B. Livshin) con tanta precaución y cariño reúnen y guardan cualquier cotilleo o estupidez como imagen principal y estrecho punto de vida del poeta y no inclinan la cabeza ante ese inmenso y sin igual acontecimiento que es la aparición de un poeta cuyos primeros versos asom-bran por su perfección y no vienen de ninguna parte?

Mandelstam no tiene maestro. Sobre eso vale la pena pensar. No conozco en la poesía universal un hecho seme-jante. Conocemos las fuentes de Pushkin y de Blok, pero quién dirá, de dónde llegó hasta nosotros esa nueva armonía divina, a la que llamamos la poesía de Osip Mandelstam.

 

II

VORONEZH

 

Toda la ciudad está helada.

Vidriosos árboles, muros, nieve.

Cruzo con temor entre cristales.

La carrera incierta de los trineos floreados.

Y sobre el Voronezh de Pedro, están los cuervos,

Los álamos y una bóveda verdosa,

Erosionada, turbia, de polvo solar.

Y en la batalla de Kulikovski soplan las laderas

De la tierra poderosa, vencedora.

Y los álamos, como cálices móviles

Resuenan con más fuerza sobre nosotros

Como si mil invitados bebieran

a nuestra salud en el banquete de bodas.

Pero en el cuarto del poeta caído en desgracia

Miedo y Musa se turnan en la guardia.

Y viene una noche

Que no conoce el alba.

1936

 

                                                                                          ANNA AJMÁTOVA

 

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Leopoldo María Panero

(Postfacio de libro Teoría del miedo, publicado por Ediciones Igitur)

 

I

Los poemas de Teoría del miedo, como el conjunto de la escritura de Leopoldo María Panero, son un nuevo viaje a lo oscuro, una vuelta a indagar otra vez en el vacío en un intento de dar nombre a aquello que, precisamente, no puede tenerlo, al igual que sucede con la belleza, esa aspiración sin nombre, de ahí que vacío y belleza («la belleza es un absurdo» escribe el poeta en la «Introducción») resulten ser equivalentes, cuando no dos caras de un mismo y único rostro, por lo demás, borrado. Siendo así, ante la incapacidad, o imposibilidad, de nombrar aquello que imanta a la escritura con un poder supremo, irresistible, al poeta no le queda sino arriesgar, ninguna otra salida que el riesgo de un discurso que se dice sin que sea dicho para nadie, dicho por nada, que se dice, en último extremo, sin decirse. Sin embargo, por ser la poesía la palabra del vacío resulta ser palabra plena, la que pone en evidencia la palabra vacía -otro de sus nombres: palabrería; otro: habla común; otro: discurso oficial, autoritario-, aquélla que es desplazada y sustituida por el referente, por la cosa, a diferencia de la palabra poética que dicta la ley de la inexistencia de la cosa o, al menos, de su ocultamiento.

Por ello, al verdadero poeta, de cuya escritura conoce que su ser es ser tan sólo un trazo en el viento, no le resta, en su aventura de decir, sino la errancia en busca del nombre, que jamás será tal, sino tan sólo una senhal, un producto de la catacresis; nunca un signo, sino un mero significante; una palabra o, dicho más propiamente, apariencia de palabra, a la espera de ser leída, a la espera de completarse, esto es, a la espera sin más, en un modo de espera en vano, espera sin esperanza alguna. De ahí que se lean en este libro frases como «el poema es peor que la muerte», «¡Oh deseo del poema, deseo de un muerto!», «porque no hay otra valentía/ que escribir frente a la nada», «Ah el poema, flor de la nada», «y en mi mano, como si fuera el poema / cojo el cráneo de Yorick», etc. Muerte, nada, poema, sinónimos si acaso los hubiera.

Con todo ello, Panero continúa una empresa que no muchos se han atrevido a acometer. En esa tradición merece recordarse aquí, por ejemplo, aquel verso de Guilhem de Peitieu que dice «Farai un vers de dreit nien», con lo que quizá quiso expresar que pretendía simplemente escribir un verso; o «Le sens trop précis rature / Ta vague littérature», especie de advertencia leída en Mallarmé que debería ser tomada, por tantos versificadores, al pie de la letra. Son versos como éstos los que dan vida -esto es, producen el prodigio de dotar de sentido, aunque un sentido que no pasa de ser fantasmagórico- a la obra poética de Leopoldo María Panero, quien al saber con Jacques Derrida que «un poema corre el riesgo siempre de no tener sentido, y no sería nada sin ese riesgo», pone su vida en juego en cada una de sus líneas, sabiendo también que en ese juego se pierde siempre.

II

 

Reducir a escombros la palabra para elevarla sobre ellos y hacer fulgir la «ruina», el «acabamiento», el «desastre», la «muerte» de un poeta que se nombra como «este viejo chi-flado que yo soy». Una vez más, labrar lo poético en el «excremento», en el «viento», en la «nada». O hacer rimas fáciles. Más incluso: dejar caer en el lugar de la rima -como parodia de una torpeza- una misma palabra. Todo ello inspira la poética de Leopoldo María Panero, decidida a llevar al último extremo, o más allá, aquella consigna mallarmeana: «La Destruction fut ma Béatrice». No es banal todo esto, sino expresión de la exigencia moral de huir de lo tópico, de lo «literario», para de esta manera negarlo y con ello abolir también las represiones del sistema que deniega la vida. Eso se manifiesta en poesía llevando la experiencia al límite, la palabra hasta un lugar donde arda y no queden sino pavesas de lo que una vez fue llamado belleza. De esas cenizas surgirá un pájaro, que no será ya un triunfante Fénix, sino el «pájaro cruel de la ruina», el «pájaro del odio», el «pájaro del abismo», que volará sobre las brujas reducidas a carbón y sobre la vida que es ahora nada más que una marca de hollín que simula la escritura.

TÚA BLESA

 

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Revised: 31 de diciembre de 2001 .