Dialogo con la tradición literaria

Pertenece Rosa a un grupo de poetas situado en ningún lugar, si nos atenemos a las premisas que la historiografía sobre la poesía española desde 1970 ha ido dictando. Ni su escritura puede circunscribirse al ámbito novísimo, ni al de la poesía figurativa o de la experiencia. Menos mal. Si a eso añadimos la manía parroquial de los antólogos de separar lo que ellos llaman “poesía femenina” de no se sabe bien qué otra, entonces se pueden comprender aún mejor los equívocos de una historiografía que, en líneas generales, ha desnaturalizado y falseado el propio acontecer histórico de la poesía española de estos últimos cuarenta años.

 No. La poesía de Rosa Lentini, desde su primer libro, La noche es una voz soñada (1994), se sitúa ya en otro espacio poético certeramente expresado en aquellos poemas en prosa. Porque es la escritura la que va construyendo su voz -lo mismo que construye ese otro yo, distinto, el Yo que escribe, su identidad-, desde las palabras encontradas a través del diálogo entre la memoria y los sueños, en un intento de recuperar el recuerdo de su sentido  primero. Así, cito:

 “De noche siento que mi garganta los sueña y los labios y la memoria se abisman en las nacientes burbujas”.

 También se encuentra explícito, en esos primeros poemas, otro nivel de diálogo y conciencia que está presente en toda la obra poética de Rosa: el diálogo con la tradición literaria que ha dado en llamarse “universal”. Es decir, con todas las tradiciones y autores aprehendidos y vividos, con toda la experiencia leída. Y, sobre todo, claro está, con los más apreciados (Bonnefoy, Celan, Carson MacCullers, Capote, Rodoreda, Alejandra Pizarnik...) de los que Rosa no duda a la hora de tomar préstamos e injertar en su discurso las voces necesarias, de manera que esas otras voces se funden y multiplican en una sola voz que intenta descifrar la incógnita de su propia existencia, de la noche y su silencio. 

José Luis Falcó

 

P

 

 

Ofelia muerta y el agua

También se detiene la poeta en la contemplación de los verdes: “el cuadro de Millais de la Ofelia muerta es uno de los que más logran comunicar la delicadeza de la juventud, la flor, la inocencia muerta, la ingravidez del fluir del cuerpo en el agua, en el tiempo ya de la muerte”[1] Uno de los poemas que componen su primer libro publicado, “La noche es una voz soñada”, surge del “recuerdo del cuadro”, en relación “con ese deseo de lo perdido, de empezar a renombrar la sensibilidad, mediante el cuerpo y la memoria de ese cuerpo en el lenguaje”[2] Los versos de este poema están cuajados, como el río, de correspondencias:

 Ahora que la noche me susurra que ella y el agua son una misma presencia, ahora que la voz del agua vuelve y nos invade, ahora que en esa religión del agua he olvidado hablarte y hablarme y por tanto nombrar al mundo y sus gestos, tú deberías insistir, para que recuerde decir “tus manos” por ejemplo, o “mi lengua”, para que no olvide que es con los labios, la lengua y los dientes del origen con los que velamos sobre nuestros nombres, más allá de esa boca asustada, dormida y por todos olvidada, acaso por el recuerdo de esa saliva y de esos dientes en tu boca, que lamen con ansiedad tu lengua, para que ella me diga, para que ella descanse conmigo en el agua sin fluido, y no recuerde que el agua y la noche son dos ausencias que crecen sobre un mismo nombre. [3]

 La noche es agua. Entonces las aguas sin constelaciones donde flota Ofelia, a pesar de las flores y de todos sus esmaltes, son enteramente negras. Por otra parte el cuerpo, su memoria, en el lenguaje. Y resulta un hallazgo la inversión de los términos: es obvio que si hay lenguaje vivo, creándose, todavía existe el cuerpo –y para él no hay término medio: o flota y es capaz de invocar el habla o se sumerge por completo en el silencio irreversible de los ríos-, pero en este poema se pretende que el lenguaje sea conjuro, que las palabras que nombran la más estrecha proximidad de otro cuerpo (que es la mejor forma de aterrizar, de sentir el nuestro) logren despertar, logren arrancar el cuerpo de la noche, rescatar a Ofelia del embrujo irresistible de las aguas. Andanadas para reflotar a los muertos: un lenguaje lleno de alfileres que recupere sus propiedades mágicas, que al despertar, al clavarse en la carne, se despierte. Ese lenguaje alzado, sacralizado, que reposa en el centro más puro de la palabra, en el origen mágico (cuestionado, en ocasiones, por absurdos anatemas) de la poesía[4].

Pero, ¿qué hacer cuando no sólo es el lenguaje el que se alza? ¿Qué, cuando también las aguas nocturnas y pegajosas se ponen a su vez en pie y se lanzan con rabia a combatir contra el lenguaje por esos mismos cuerpos? Una de las imágenes más inquietantes de la poesía de Rosa Lentini es la del “tsunami”, la ola gigantesca provocada por un seísmo o erupción volcánica originada en el fondo del mar, el agua ávida que se adelanta, que no espera. Así, una cobra mira a la otra cobra, prestas ambas a atacar. Aunque será el hombre interpuesto quien reciba la picadura.

El mismo movimiento, una resta perfecta, dos combatientes parados por enfrentar impulsos con impulsos inversos -el ímpetu suicida de Ofelia, que reconoce el símbolo de las aguas, que lo cierra arrojándose en ellas, y el de la enorme ola que se aventura con voracidad tierra adentro para llevársenos-, aunque las fuerzas estén en franco desequilibrio (“diez metros de piedras levantadas/ no nos protegerán./ En fila india para morir.”[5])

 Pero, ¿salen tan exactas las cuentas? ¿No recoge la palabra una cierta ventaja cuando caemos en la cuenta de que la lucha está contenida, consignada dentro del lenguaje, y en este caso perfectamente codificada dentro del imaginario simbólico de la poeta? :

 

El tsunami acerca peces a la tristeza

y fija tres palabras: el mar mortal.[6]

 Entonces lo sólido, lo que resiste al embate, el hueso: la parte dura del lenguaje en las palabras que nombran la muerte, que le ponen rostro, que de algún modo y siguiendo con las correlaciones del primer poema analizado, le dan un cuerpo para poder mirarla. Y es ésta una labor peligrosa que requiere especial valor: el de prestar nuestro perecedero material como “pararrayos”, tal como proponía la poesía de Hölderlin, misión que, según él lo entendía y así lo aplicó, debían asumir los poetas (y cuántos de los que así se nombran quedarían entonces excluidos)[7]. Valor, porque en el espacio liminar, en la “frontera” tantas veces mencionada en la obra poética de Rosa Lentini, nombrar vale tanto como invocar. Sin duda, en todos los casos, se trata de un triunfo pírrico. Que ni siquiera sirve de consuelo.

Una poeta-pararrayos que caminó en la espesura sin volverse atrás -al claro del equilibrio (“palabras adolescentes que/ maleza entre escombros, no quieren volverse”[8])- la argentina Alejandra Pizarnik, es leída por Rosa Lentini desde dentro, como si hubiera necesitado plegarse cuidadosamente, hacerse pequeña y sigilosa para escuchar los latidos internos de ese alejandra de dolorosas minúsculas:

 “(...)leo el nombre en minúscula “alejandra”, en boca de quien poseyó la muerte como la niña que en vientos grises espera la otra orilla y escribe:

“debajo estoy yo

alejandra”[9]

 Para llegar a la otra orilla, a la esperada, se hacía necesario mojarse en el río, largamente, bailar como una piedra en el centro de la noche. Ofelia, Alejandra, ofelialejandra se abandona a la corriente, al seconal, para arrancarse las caras y la piel de las manos, para arrojarse a la infancia de antes de la infancia, y perderse en los caminos del espejo, entrar desde la sed súbitamente en el agua (“yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo”, Pizarnik, 1968, 59). Rosa Lentini, que cree “en la experiencia de la lectura como esa otra conciencia de la memoria no consciente de la experiencia real, pero también de la consciente”[10], la sigue con cautela, pero de cerca, “como si pudiera oírse/ bajo el agua; criatura del fondo”[11] y presencia lo que no leímos en las páginas finales, en las que quedaron en blanco: la metamorfosis de Pizarnik -a través de “sus palabras de cueva”, donde se esconden las culebras para mudar las pieles muertas-, la súbita aparición de alejandra minúscula, transfigurada en “Virgen de las Rocas”[12].


Esther Ramón

 


Notas

[1] Íbid.

[2] Íbid.

[3] LENTINI 1994, 28.

[4] “La historia de la literatura alemana comienza con las dos fórmulas mágicas de Merseburg, los únicos poemas paganos del lenguaje alemán. El primero servía para liberar a un prisionero del poder del enemigo, el segundo para curar la torcedura de la pata de un caballo. Al igual que las numerosas bendiciones de la época cristiana, atestiguan que indudablemente la poesía tenía en tiempos pasados intenciones mágicas.” (MUSCHG 1965-1996, 25)

[5] LENTINI 2001, 29.

[6] Íbid, 30.

[7] Para Stefan Zweig, el poeta “es un pararrayos solitario que recoge (...) toda la tensión atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal” (ZWEIG 1999, 63).  Más datos en este sentido nos aporta Karl Jaspers, apuntando que Van Gogh considera también su trabajo pictórico como un “pararrayos”. Asumiendo la carga simbólica y trascendente de dichos fenómenos, Jaspers afirma, en consonancia con el pensamiento contenido en la poesía de Hölderlin: “Ahora quien corre peligro es el propio poeta: puede acabar destrozado, mientras su misión consiste precisamente en captar lo divino peligroso en la forma de la poesía y en transmitirlo a los seres humanos de un modo que no resulte perjudicial. Así como Baco, dios del vino, nació de Semele cuando ella fue alcanzada por el rayo de Zeus y el fuego celestial está ahora dado a los mortales como una bebida inofensiva, el poeta recoge la tempestad divina y ofrece en el canto algo que sin la forma poética resultaría destructivo” (JASPERS 2001, 198)

[8] LENTINI 2001, 68.

[9] Íbid, 65.

[10] ROA DELGADO, Juan Pablo: “Obscura memoria. Entrevista a Rosa Lentini”, Animal sospechoso, en prensa.

[11] LENTINI 2001, 70

[12] Íbid.

 

 

 

Lenguaje, materia y reflexión

El sur hacia mí (Ígitur) se organiza en lo esencial a través de una metáfora: el Tsunami, la ola del maremoto que todo lo anega, es la imagen de la muerte, cuya presencia pone en contacto de nuevo dos mundos de diferentes resonancias. Aparecen aquí algunos procedimientos ausentes en gran medida de su producción anterior, que brotan, por otra parte, del interior mismo de aquélla metáfora fundamental. Así el juego de perspectivas, presente sobre todo en la primera parte, parece surgir del desdoblamiento entre la cotidianidad abolida por la muerte y el mundo oscuro que la anega. Una dualidad presente también en el símbolo del espejo - «El espejo en el agua. Refracción», se titula el segundo poema del libro-, un símbolo que permite el reconocimiento desde su implícita falsedad. Abundan también los espacios limítrofes entre ambas realidades («puentes», «fronteras» se reiteran constantemente en el libro), espacios donde vida y muerte parecen confluir inevitablemente. Merece la pena destacar también el carácter narrativo de muchos de estos poemas, concebidos como breves escenas presididas por personajes fantasmales, en un espacio y un tiempo que se dirían fatalmente abolidos.

Con todo, creo que son reconocibles también aquí los rasgos esenciales presentes en el libro anterior. Lo vemos ya en el primer poema, «Transgresiones», en esa sed de más alas y esa estela de voces que se precipitan al interior de la casa como presagio o avanzadilla del oleaje marino de la muerte. Está también presente en el símbolo del espejo que  «abombado por la humedad / habla una lengua extranjera», expresión, esta última, que ya conocíamos de La noche es una voz soñada. O en el verso que cierra el poema: «El agua toma esa respuesta», por no citar los dos poemas donde el símbolo de la piel resulta el elemento central.

Lo material, lo sensitivo siguen presentes pues en este libro alzándose ahora como símbolos que intentan dar sentido a la presencia totalizadora de la muerte. Labor de nuevo de reconstrucción e itinerario de reconocimiento, en claro paralelismo con el libro inicial. Reconstruir la muerte, su sentido es aquí dar voz a  «las fábulas de los muertos» que  «nos desplazan al principio de la lista / cuando lo que creímos asidero, el tiempo efímero de la memoria / (...) / no era sino la cal adherida / al silencio de palabras muy conocidas» («Las redes»). Tiempo efímero de la memoria hecho de palabras conocidas, de supuestas seguridades, que ahora, ante la presencia de la muerte de nuevo habrá que reconstruir. Y también es el conocimiento sensitivo, desde su materialidad, la clave que permite abrir una nueva vía de comunicación: «escucho con mis ojos a los muertos», dirá en uno de los poemas finales. Esas voces que emergen del mundo cotidiano desordenado por la muerte trazan, por otra parte, una mirada distinta en la cual la muerte no es vista únicamente como fin de una experiencia sino también como «el mosaico completado de otra vida posible», verso que nos remite a la cita inicial de Mallarmé que nos hace ver la muerte del otro como la desaparición en nosotros de un sueño. Tras esa desaparición, tras la devastación de la muerte, se impone el cuidadoso inventario de la vida, de lo que queda de ella. Se trata, otra vez, de volver a las confusas profundidades de la memoria hasta que surja esa «fisura» de luz que «ilumina el camino de regreso», como nos dice de forma esperanzadora en su poema final.

Así pues, a lo largo del recorrido que establecen estos dos libros, Rosa Lentini ha ido tejiendo un entramado denso y lleno de sugerentes resonancias. Un mundo poético propio donde las influencias quedan perfectamente asimiladas. Y donde lenguaje, materia y reflexión forman un todo indisociable con el que explora con profundidad poco común el oscuro mundo del sueño y la memoria.

     Santiago Martínez, La Vanguardia

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