Dialogo con la tradición literaria Pertenece
Rosa a un grupo de poetas situado en ningún lugar, si nos atenemos a
las premisas que la historiografía sobre la poesía española desde
1970 ha ido dictando. Ni su escritura puede circunscribirse al ámbito novísimo,
ni al de la poesía figurativa
o de la experiencia. Menos
mal. Si a eso añadimos la manía parroquial de los antólogos de
separar lo que ellos llaman “poesía femenina” de no se sabe bien qué
otra, entonces se pueden comprender aún mejor los equívocos de una
historiografía que, en líneas generales, ha desnaturalizado y falseado
el propio acontecer histórico de la poesía española de estos últimos
cuarenta años. José Luis Falcó
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Ofelia muerta y el agua También
se detiene la poeta en la contemplación de los verdes: “el cuadro de
Millais de la Ofelia muerta es uno de los que más logran
comunicar la delicadeza de la juventud, la flor, la inocencia muerta, la
ingravidez del fluir del cuerpo en el agua, en el tiempo ya de la
muerte”[1]
Uno de los poemas que componen su primer libro publicado, “La noche es
una voz soñada”, surge del “recuerdo del cuadro”, en relación
“con ese deseo de lo perdido, de empezar a renombrar la sensibilidad,
mediante el cuerpo y la memoria de ese cuerpo en el lenguaje”[2]
Los versos de este poema están cuajados, como el río, de
correspondencias: Pero,
¿qué hacer cuando no sólo es el lenguaje el que se alza? ¿Qué,
cuando también las aguas nocturnas y pegajosas se ponen a su vez en pie
y se lanzan con rabia a combatir contra el lenguaje por esos mismos
cuerpos? Una de las imágenes más inquietantes de la poesía de Rosa
Lentini es la del “tsunami”, la ola gigantesca provocada por un seísmo
o erupción volcánica originada en el fondo del mar, el agua ávida que
se adelanta, que no espera. Así, una cobra mira a la otra cobra,
prestas ambas a atacar. Aunque será el hombre interpuesto quien reciba
la picadura. El
mismo movimiento, una resta perfecta, dos combatientes parados por
enfrentar impulsos con impulsos inversos -el ímpetu suicida de Ofelia,
que reconoce el símbolo de las aguas, que lo cierra arrojándose en
ellas, y el de la enorme ola que se aventura con voracidad tierra
adentro para llevársenos-, aunque las fuerzas estén en franco
desequilibrio (“diez metros de piedras levantadas/ no nos protegerán./
En fila india para morir.”[5]) Pero,
¿salen tan exactas las cuentas? ¿No recoge la palabra una cierta
ventaja cuando caemos en la cuenta de que la lucha está contenida,
consignada dentro del lenguaje, y en este caso perfectamente codificada
dentro del imaginario simbólico de la poeta? : El
tsunami acerca peces a la tristeza y
fija tres palabras: el mar mortal.[6] Una
poeta-pararrayos que caminó en la espesura sin volverse atrás -al
claro del equilibrio (“palabras adolescentes que/ maleza entre
escombros, no quieren volverse”[8])-
la argentina Alejandra Pizarnik, es leída por Rosa Lentini desde
dentro, como si hubiera necesitado plegarse cuidadosamente, hacerse
pequeña y sigilosa para escuchar los latidos internos de ese alejandra
de dolorosas minúsculas: “debajo
estoy yo alejandra”[9]
Notas [1] Íbid. [2] Íbid. [3] LENTINI 1994, 28. [4] “La historia de la literatura alemana comienza con las dos fórmulas mágicas de Merseburg, los únicos poemas paganos del lenguaje alemán. El primero servía para liberar a un prisionero del poder del enemigo, el segundo para curar la torcedura de la pata de un caballo. Al igual que las numerosas bendiciones de la época cristiana, atestiguan que indudablemente la poesía tenía en tiempos pasados intenciones mágicas.” (MUSCHG 1965-1996, 25) [5] LENTINI 2001, 29. [6] Íbid, 30. [7] Para Stefan Zweig, el poeta “es un pararrayos solitario que recoge (...) toda la tensión atmosférica del fuego sagrado, y esa fuerza es casi siempre mortal” (ZWEIG 1999, 63). Más datos en este sentido nos aporta Karl Jaspers, apuntando que Van Gogh considera también su trabajo pictórico como un “pararrayos”. Asumiendo la carga simbólica y trascendente de dichos fenómenos, Jaspers afirma, en consonancia con el pensamiento contenido en la poesía de Hölderlin: “Ahora quien corre peligro es el propio poeta: puede acabar destrozado, mientras su misión consiste precisamente en captar lo divino peligroso en la forma de la poesía y en transmitirlo a los seres humanos de un modo que no resulte perjudicial. Así como Baco, dios del vino, nació de Semele cuando ella fue alcanzada por el rayo de Zeus y el fuego celestial está ahora dado a los mortales como una bebida inofensiva, el poeta recoge la tempestad divina y ofrece en el canto algo que sin la forma poética resultaría destructivo” (JASPERS 2001, 198) [8] LENTINI 2001, 68. [9] Íbid, 65. [10] ROA DELGADO, Juan Pablo: “Obscura memoria. Entrevista a Rosa Lentini”, Animal sospechoso, en prensa. [11] LENTINI 2001, 70 [12] Íbid.
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Lenguaje, materia y reflexión El
sur hacia mí
(Ígitur) se organiza en lo esencial a través de una metáfora: el Tsunami,
la ola del maremoto que todo lo anega, es la imagen de la muerte,
cuya presencia pone en contacto de nuevo dos mundos de diferentes
resonancias. Aparecen aquí algunos procedimientos ausentes en gran
medida de su producción anterior, que brotan, por otra parte, del
interior mismo de aquélla metáfora fundamental. Así el juego de
perspectivas, presente sobre todo en la primera parte, parece surgir del
desdoblamiento entre la cotidianidad abolida por la muerte y el mundo
oscuro que la anega. Una dualidad presente también en el símbolo del
espejo - «El
espejo en el agua. Refracción»,
se titula el segundo poema del libro-, un símbolo que permite el
reconocimiento desde su implícita falsedad. Abundan también los
espacios limítrofes entre ambas realidades («puentes»,
«fronteras»
se reiteran constantemente en el libro), espacios donde vida y muerte
parecen confluir inevitablemente. Merece la pena destacar también el
carácter narrativo de muchos de estos poemas, concebidos como breves
escenas presididas por personajes fantasmales, en un espacio y un tiempo
que se dirían fatalmente abolidos. Con
todo, creo que son reconocibles también aquí los rasgos esenciales
presentes en el libro anterior. Lo vemos ya en el primer poema, «Transgresiones»,
en esa sed de más alas y esa estela
de voces que se precipitan al interior de la casa como presagio o
avanzadilla del oleaje marino de la muerte. Está también presente en
el símbolo del espejo que
«abombado
por la humedad / habla una lengua extranjera»,
expresión, esta última, que ya conocíamos de La
noche es una voz soñada. O en el verso que cierra el poema: «El
agua toma esa respuesta»,
por no citar los dos poemas donde el símbolo de la piel resulta el
elemento central. Lo
material, lo sensitivo siguen presentes pues en este libro alzándose
ahora como símbolos que intentan dar sentido a la presencia
totalizadora de la muerte. Labor de nuevo de reconstrucción e
itinerario de reconocimiento, en claro paralelismo con el libro inicial.
Reconstruir la muerte, su sentido es aquí dar voz a
«las
fábulas de los muertos»
que «nos
desplazan al principio de la lista / cuando lo que creímos asidero, el
tiempo efímero de la memoria / (...) / no era sino la cal adherida / al
silencio de palabras muy conocidas»
(«Las
redes»).
Tiempo efímero de la memoria hecho de palabras conocidas, de supuestas
seguridades, que ahora, ante la presencia de la muerte de nuevo habrá
que reconstruir. Y también es el conocimiento sensitivo, desde su
materialidad, la clave que permite abrir una nueva vía de comunicación:
«escucho
con mis ojos a los muertos»,
dirá en uno de los poemas finales. Esas voces que emergen del mundo
cotidiano desordenado por la muerte trazan, por otra parte, una mirada
distinta en la cual la muerte no es vista únicamente como fin de una
experiencia sino también como «el
mosaico completado de otra vida posible»,
verso que nos remite a la cita inicial de Mallarmé que nos hace ver la
muerte del otro como la desaparición en nosotros de un sueño. Tras esa
desaparición, tras la devastación de la muerte, se impone el cuidadoso
inventario de la vida, de lo que queda de ella. Se trata, otra vez, de
volver a las confusas profundidades de la memoria hasta que surja esa «fisura»
de luz que «ilumina
el camino de regreso»,
como nos dice de forma esperanzadora en su poema final. Así pues, a lo largo del recorrido que establecen estos dos libros, Rosa Lentini ha ido tejiendo un entramado denso y lleno de sugerentes resonancias. Un mundo poético propio donde las influencias quedan perfectamente asimiladas. Y donde lenguaje, materia y reflexión forman un todo indisociable con el que explora con profundidad poco común el oscuro mundo del sueño y la memoria.
Santiago Martínez, La Vanguardia
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