Fogatas de viejas palabras con valor de oro
Afirmaba Paul Valéry que la palabra poética significa precisamente lo que es, como la antigua moneda de oro, cuyo valor metálico correspondía a su valor monetario, mientras que el valor de la palabra corriente, como ocurre con la actual moneda de cambio, es una mera convención. Del ejemplo se desprendería que la función del poeta respecto al lenguaje, que en muchas ocasiones es lo único que tiene en común con su colectividad, no puede ser otra que la de salvaguardar el valor en oro de las palabras frente a su simple valor comunicativo, o de cambio, al que lo aboca cada vez más la masificación (hoy ésta debería entenderse como efecto de los mass media antes que de la masa).
¿Cuál sería el estado del español en Latinoamérica visto desde esta perspectiva? De entrada, el de una profunda y descarnada inversión de valores, que se expresa en una pérdida de aureola de la antigua palabra poética. Es así como las poéticas de la palabra vinculada a la experiencia, entendida en su sentido más epidérmico, han destruido el antiguo refugio de la palabra poética y, apadrinadas por la prosa, en especial por la narrativa, han convertido el idioma en el país de jauja de la palabra convencional. Puede decirse pues que, en general, este desprestigio de la palabra poética atenta contra el prestigio de la Dama Literatura, que empieza ya a verse como algo anticuado: se ha quedado para vestir santos y, cada vez más marchita, parece llegado el momento tan ansiado por algunos de buscarle un rinconcito en el Museo, junto a las marchitas Musas, de las que ya nadie se ocupa. Mientras tanto, se expande el rumor de que la novela y la poesía están en auge, porque han encontrado sus públicos, y porque su lengua es la de todos. ¿Ese optimismo no es más bien el de la lengua vencedora, la de los mass media y, en especial, la del periodismo, que todo lo adelgazan? Ellos han reemplazado la formación (cuyo molde es el de la antigua Paideia) por la información y pugnan por trocear los géneros disolviéndolos en los públicos (novela chicana, juvenil o feminista, poesía de denuncia, etcétera). Esto permite por ejemplo comprender cómo, mientras en el siglo XIX la novela cultivaba una mimesis diferente de la del periodismo, y novelistas como Flaubert despotricaban contra las ramplonerías de la prensa, en la segunda mitad del siglo XX -y en el que lo sigue- los maestros de la novela se complacen en poner al periodismo como ejemplo. Pudiera ser que estuviese por llegar el momento en que los poetas predicasen lo mismo, o tal vez ya ha llegado, si se mira la saña con que en algún país de habla hispana se ha perseguido la influencia mallarmeana -que hoy, por una vez, ha triunfado en el último premio Cervantes, después de años sin levantar cabeza-, o la afición de algunos a hacer de la poesía un simple medio de comunicación entre otros.
De tal modo, la idea de que algo se ha perdido o se está perdiendo debería hacernos pensar en aquella ficción modélica -Fahrenheit 451-, que concibió la salvación de un libro de la quema, gracias a que un lector disidente, refugiado en los bosques, se lo aprende de memoria. Porque la quema del idioma empieza, a más baja temperatura, y de forma menos visible, cuando se lo despoja de la altura literaria a que tiene derecho; en los diccionarios, el valor de oro de las palabras parece que a veces destella no en las etimologías sino en las frases de grandes escritores que acreditan su uso. Si fueran los periódicos los destinados a citarse en un futuro en los diccionarios, todo estaría perdido: pero es de prever que, antes de que algo así ocurra, muchos hombres, entre jóvenes y viejos, se echarán al monte con sus libros más queridos, y durante sus noches de guarda encenderán enormes fogatas de viejas palabras con valor de oro, que iluminarán el horizonte como una promesa de futuro.
El exilio y, además, en el desierto...
Hace veinte años, si hubiera querido hablar del exilio, y de la forma en que yo mismo podría ser considerado un exiliado, lo hubiera hecho señalando en primer lugar que no era un exiliado político, y hubiera invocado, más bien, ciertas diferencias de gusto y de sensibilidad, ciertas maneras de ver las cosas y, sobre todo, cierta baudeleriana afición por lo ignoto, como los motivos principales que me llevaron, en una fecha muy temprana, a abandonar mi país. Esta forma de ver las cosas, marcadas por la concepción del exilio como un acto físico -un acto que, en tanto que físico, inmediatamente se proyecta en lo político, o parece encontrar en lo político su proyección más ideal-, ha estado vigente hasta hace relativamente poco; en efecto, ha sido sólo en los últimos años cuando se ha ido abriendo paso en mí la necesidad de acuñar un concepto nuevo de exilio, en el que el acto físico del desplazamiento geográfico sea sustituido por el hecho moral de sentirse fuera, y al otro lado, es decir, de ser un extraterritorial.
Es así como actualmente tengo la impresión de estar exiliado a segundo grado, esto es: de estar exiliado geográficamente y además, como escritor, espiritualmente, en la medida en que mi convicción literaria me lleva por un derrotero por lo general contrario al de mis contemporáneos y, peor aún, al de lo que se considera que debería ser el derrotero de un escritor nacido en Colombia en la segunda mitad del siglo XX.
Resulta en este sentido absolutamente previsible que de lo que me interese hablar hoy no sea del exilio geográfico, del que sin duda todos preferirían hablar -invocando esa forma mayor del exilio que es el exilio político, y ya ante la cual todos deberíamos inclinarnos, por más que muchas veces se le invoque de forma abusiva-, sino de esa otra forma de exilio, la del que puede llegar a hacer del escritor un extraterritorial. Yo diría (haciendo uso de la primera persona, sin la cual lo que digo correría la sospecha de ser una mera construcción teórica) que lo extraterritorial a que aludo sólo puede definirse, en los tiempos que corren, partiendo de la experiencia concreta de un grupo privilegiado de escritores que han contribuido a definir el complejo y a veces antiguo mapa de lo que puede entenderse por modernidad, y hoy post-modernidad, literaria. Me refiero a esos escritores que, tras digerir la experiencia histórica de su siglo, han ampliado y transformado su mapa, en el que han descubierto nuevos territorios y bautizado ciertas zonas límite. En mi conciencia de escritor nunca he podido actuar como si la existencia de esos escritores-límite, por más que yo hubiese nacido en un precario rincón del planeta, en el que la literatura libraba más modestas batallas, no hubiese de aportarme nada, ni me hablarse aunque fuese en sordina desde su inquietante lejanía. Aunque me siento más cercano a Proust, es a Kafka a quien debo invocar en este momento, pues es sin duda el escritor-límite por antonomasia.
En un pasaje de su Diario, el 25 de diciembre de 1911, Kafka reflexiona sobre las condiciones en que se producía en su época la literatura judía en Polonia y Checoslovaquia, y habla de literatura menor. Una "literatura menor", tal como él la entiende, es la que escribe una minoría dentro de una lengua mayor... Una literatura mayor sería la propia literatura alemana, poblada de grandes figuras, donde son posibles los imitadores (en una literatura menor, "la ausencia de modelos nacionales mantiene alejados de la literatura a los totalmente ineptos"). Muchos años después, al glosar la intuición de Kafka, Deleuze-Gauttari, buenos intérpretes de su obra, expresaron de forma inmejorable el ideal de lo que aquí yo entendería por escritor extraterritorial, que parte no de una Mayoría de edad prestada sino de una Minoría propia a la que consigue bautizar: "Escribir como un perro que escarba en su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto". Lo cual quiere decir que es encontrando su propio punto de desterritorialización o despaisamiento (neologismo por dépaysement), es decir, las zonas en las que está en "minoría" -¿no fue en suma eso lo que hicieron también escritores como el Flaubert de la Correspondencia, precursor de Kafka, y tras él Joyce, Blanchot, Celan, Cioran, Celine, Jabés?- como en determinado momento mejor puede el escritor contribuir a eso que Mercier llamaba "ensanchar la frontera del arte"...
Ahora bien, no se puede decir que la eclosión literaria de los años sesenta y setenta en Latinoamérica haya dejado a la literatura latinoamericana preparada para un metabolismo de esta especie. Antes bien, sin ser ella misma un fenómeno de marketing, la ha dejado al arbitrio de los públicos, las cifras de ventas y las promociones editoriales, los cuales, en las zonas más débiles -aquellas en las que antes del Boom se estaba más lejos de una verdadera sociedad literaria (Una literatura Mayor?)-, pueden causar verdaderos estragos. Es sin duda el caso de Colombia, donde la opulencia del grecolatinismo enmascaró la precariedad y consagró el aislamiento de la sociedad literaria hasta casi la entrada en escena de su escritor más célebre; con éste, se tuvo la sensación de acceder a una literatura Mayor que a la hora de la verdad no fue tal, y de dejar atrás un estado de endemia que, sin embargo, siguió vivo en cada uno de los géneros (poesía con poca o nula metapoesía, ensayo sin imaginación ni producción teórica, novela con epistemología básicamente periodística), si se considera que éstos son partes orgánicas de una sociedad literaria que ha dado ejemplo de modelos más armónicos en países como Argentina y México.
Es a esos posibles modelos de Literatura Mayor a los que me remito, por ello, a la hora de preguntarme dónde, y de qué manera, puedo legitimar mis puntos de Minoría, y de extraterritorialidad, dado que ellos tienden a excluirme de la literatura de mi propio país. Lo cual puede considerarse ya, de entrada, como un primer paso hacia la desterritorialización, que pasa en primer lugar por la pérdida de la patria, o por la sustitución de una patria chica por una más grande (me refiero, en este caso, a la sustitución de Colombia por Latinoamérica). Se me antoja que este viaje, de patria en patria, en busca de fronteras cada vez más amplias, es ya el viaje del escritor en busca de su propio desierto, o del escritor que busca ser el centro de un horizonte aún lejano en el que ya percibe, no obstante, una incipiente circularidad: decirlo tan sólo, o atreverse a enunciarlo, en un momento en que se tiene perfecta conciencia de no ser escuchado, o en el que no se quiere oír nada nuevo, porque resulta poco rentable o desasosegante, equivale exactamente a predicar en el desierto, es decir, a estar ya en el desierto, y posiblemente a proponer el desierto, y el futuro, como en lugar de cualquier posible revelación.
Publicado en La alegría de los naufragios, Nº 2, 2006